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No, los niños no lloran por tonterías

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Minimizar o ridiculizar el llanto infantil es una muestra de adultocentrismo. [Foto: Getty Images]

No, los niños no lloran por tonterías. Los niños lloran porque se sienten mal. Porque están tristes. Porque se sienten frustrados. Porque los han lastimado. Porque están asustados. Porque algo no les gusta…

Pero no “lloran por tonterías”, como afirmó hace poco Samantha Vallejo-Nágera, chef y presentadora de televisión, en un vídeo en el que se disculpaba por haber compartido en su perfil de Instagram otro vídeo en el que aparecía su hijo de 13 años llorando mientras lo regañaba y amenazaba con castigarlo por ver la televisión sin permiso.

Es muy dramático, no os asustéis”, escribió en un primer momento y luego intentó quitar hierro al asunto diciendo que “Roscón, como todos los niños, llora por tonterías”. Sin embargo, si realmente queremos educar mejor a nuestros hijos debemos comprender que el llanto es una expresión emocional perfectamente válida - ya dure un minuto o una hora - y minimizarlo o incluso ridiculizarlo es una muestra de adultocentrismo.

Adultocentrismo, cuando los adultos creemos que somos superiores

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Los problemas son tan importantes como nos lo parezcan. [Foto: Getty Images]

En 1978, el psicólogo Jack Flasher constató un fenómeno de larga data profundamente arraigado en nuestra sociedad que afectaba a los niños: lo llamó adultocentrismo. Es un prejuicio que discrimina a las personas simplemente por ser más jóvenes, hasta el punto de llegar a menospreciarlas o ignorarlas de manera sistemática.

El adultocentrismo se basa en la creencia de que los adultos son inherentemente superiores a los más jóvenes, de manera que sus derechos y opiniones deben prevalecer. Implica pensar que los adultos tienen razón a priori, simplemente porque han acumulado más experiencia vital, de manera que los niños, adolescentes o incluso los jóvenes deben acatar sus ideas sin objeciones.

Frases como “eres demasiado joven para entender” o “cuando crezcas lo comprenderás” desvelan una actitud adultocentrista. Con esos tópicos los adultos evitan tener que explicar a los niños o adolescentes temas que les preocupan o interesan aduciendo que no serán capaces de entenderlos porque no tienen la madurez necesaria.

Pensar que los niños lloran por tonterías es otra expresión de adultocentrismo muy extendida. De hecho, en 2012 psicólogos de la Universidad de California reclutaron a 228 niños de entre 4 y 11 años de edad para conocer sus miedos, preocupaciones y ansiedades. Descubrieron que los padres solían subestimar las preocupaciones de sus hijos y sobreestimar sus emociones positivas. Es decir, pensaban que eran mucho más felices y despreocupados de lo que reportaban los niños.

Los adultos solemos creer que, si los niños no han vivido experiencias difíciles, no tienen por qué sentirse tristes o preocupados. Sin duda, perder a personas queridas, sufrir una enfermedad grave o incluso tener que afrontar el peso de las obligaciones cotidianas son circunstancias que nos curten y ayudan a tomar perspectiva.

En comparación con esos problemas, temer a un dragón que solo existe en la imaginación infantil o llorar por no poder ver la televisión son asuntos triviales. Sin duda. Pero olvidamos que las cosas son tan importantes como nos lo parezcan. Olvidamos que, si para un niño ese dragón es real, el miedo también lo será. Y reírnos – en el sentido metafórico o literal - de su temor o sus lágrimas no lo ayudará a sentirse mejor ni resolverá el problema.

Como padres, debemos recordar que las emociones no son únicamente una reacción ante lo que nos ocurre, también son una respuesta a cómo interpretamos lo que nos sucede. Por tanto, todas las emociones son igualmente válidas, sin importar la edad. Y toda educación debe partir de esa validación emocional, no de la minimización o ridiculización de las emociones infantiles.

El llanto es una de las primeras y principales formas de expresión de los bebés. A través del llanto logran conectar con sus padres cuando no pueden expresar su malestar con palabras. El llanto nos humaniza. Nos permite mostrar nuestra vulnerabilidad y actúa como un “pegamento emocional”.

Las lágrimas tienen un poder catártico. Alivian la tensión, el estrés, la rabia o la tristeza y nos ayudan a ver las cosas desde otra perspectiva. De hecho, las personas que suelen reprimir sus emociones muestran una reacción exagerada ante la presión y el estrés, así como un aumento mayor de la presión arterial, según reveló un estudio de la Universidad de Stanford. Eso significa que educar a los niños para que repriman las lágrimas y mantengan una falsa serenidad no suele ser una buena idea.

Validación emocional, la asignatura pendiente en la crianza infantil

Decir a un niño que su problema es una tontería no lo ayudará a tomar perspectiva, tan solo servirá para que se sienta más solo e incomprendido. [Foto: Getty Images]
Decir a un niño que su problema es una tontería no lo ayudará a tomar perspectiva, tan solo servirá para que se sienta más solo e incomprendido. [Foto: Getty Images]

Ser padres no es sencillo. Los niños no vienen con un manual de instrucciones bajo el brazo, de manera que todos vamos aprendiendo sobre la marcha. Equivocarse es completamente normal, pero también es importante aprender de esos errores y preguntarnos cómo podemos mejorar cada día, alejándonos de la típica excusa: “siempre se ha hecho así”.

Los niños necesitan orientación y supervisión de los adultos. Por supuesto. También necesitan normas y reglas en su vida. Deben saber que sus acciones tendrán consecuencias - a veces positivas y otras veces negativas. Todo eso forma parte del proceso de crianza y aprendizaje.

Sin embargo, también necesitan validación emocional. Si decimos a los niños que lloran por tonterías o damos a entender con nuestro comportamiento que se trata de algo sin importancia, el mensaje que recibirán es que deben reprimir sus emociones. Sin darnos cuenta, los animamos a esconder sus sentimientos, avergonzarse de lo que sienten o incluso de sí mismos.

La falta de experiencias de validación emocional durante los primeros años de vida puede crear una huella psicológica difícil de borrar. El adultocentrismo debilita la confianza infantil y genera un autoconcepto cada vez más negativo. Los niños sienten que no son tomados en serio y que sus opiniones o sentimientos no cuentan.

Como resultado, es probable que se desconecten cada vez más de su esfera emocional, lo cual lastra la empatía, los convierte en analfabetos emocionales y puede terminar dando pie a las explosiones de ira, la indiferencia generalizada y/o la infinidad de problemas emocionales que vemos por doquier en nuestra sociedad.

Por eso, es importante que los padres aprendan a validar las emociones de sus hijos. Deben empatizar con sus preocupaciones, temores e inseguridades para ayudarlos a gestionarlas asertivamente. En vez de asumir que lloran por tonterías, es más conveniente darles un abrazo, reconfortarlos y buscar juntos posibles soluciones para que se sientan mejor. Decir a un niño que su problema es una estupidez no lo ayudará a tomar perspectiva, tan solo servirá para que se sienta más solo e incomprendido.

Por supuesto, incluir la educación emocional en la crianza de nuestros hijos es una tarea ardua. Se necesita mucha paciencia, respeto hacia la infancia y ganas de cambiar los moldes educativos que nos han enseñado, pero vale la pena porque, como dijera Sigmund Freud: “las emociones reprimidas nunca mueren, son enterradas vivas y saldrán de la peor manera”.

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