Ni una palabra: debilidades humanas, conflictos familiares y pasiones secretas, las claves de la miniserie polaca que es un éxito en Netflix
Ni una palabra (Hold Tight, Polonia, 2022). Dirección: Bartosz Konopka, Michal Gazda. Guion: Wojciech Miloszewski y Agata Malesinska (sobre la novela de Harlan Coben). Fotografía: Tomasz Augustynek y Piotr Niemyjski. Montaje: Andrzej Dabrowski y Piotr Kmiecik. Elenco: Magdalena Boczarska, Leszek Lichota, Krzysztof Oleksyn, Grzegorz Damiecki, Agata Labno, Agnieszka Grochowska, Julia Wyszynska, Adam Nawojczyk. Disponible en: Netflix. Nuestra opinión: buena.
Nuevamente, el universo de Harlan Coben es material para una intriga que se desarrolla puertas adentro de una familia y de los tentáculos de su entorno. La novela, publicada en 2008 y ambientada en Estados Unidos –país del escritor– se traslada en la adaptación a un barrio cerrado de la ciudad de Varsovia y recupera algunos personajes de la otra miniserie polaca sobre el universo de Coben, Bosque adentro (2020). Si bien son dos los personajes que reaparecen, el exfiscal Pawel Kopinski (Grzegorz Damiecki) y la psicóloga Laura Goldsztajn (Agnieszka Grochowska), ahora en su nueva vida de casados y en sintonía con esta nueva investigación, la historia de Ni una palabra tiene absoluta autonomía. A diferencia de lo que ocurría en Bosque adentro, donde las faltas del pasado y su ocultamiento resultaban claves para las vidas adultas, ahora el conflicto se adentra en un oscuro pacto de silencio entre adolescentes que se desarrolla en el presente.
Esa es una de las ideas centrales de Coben que los polacos han asumido con inteligencia. Cómo los secretos y ocultamientos en el seno de círculos de amigos y relaciones familiares se convierten en un pozo de muerte y tragedia. Todo trascurre en un lujoso barrio de Varsovia, donde viven Anna y Michal Barczyk (Magdalena Boczarska y Leszek Lichota) y sus dos hijos. Adam (Krzysztof Oleksyn), el adolescente, hace tiempo que se comporta de manera extraña, dolido por la muerte por sobredosis de Igor, su mejor amigo. El colegio prepara un homenaje, pero a Adam lo consume la culpa. Para ayudarlo, Anna decide instalar una aplicación espía en su celular y así controlar sus movimientos y prever cualquier desgracia. Sin embargo, la mala fortuna llama a la puerta: la crisis de Adam desemboca en un raid por los suburbios de Varsovia, amenazas y peligros inesperados.
La lógica de Ni una palabra consiste en ir presentando sus piezas de manera escalonada: la historia de Anna y el temor por su hijo; el secuestro de una mujer en un bar; la sospecha sobre la muerte de Igor, el pacto de silencio entre los amigos que comienza a resquebrajarse sin remedio. Si bien no renuncia a la clásica investigación policial –entremezclando la figura de una investigadora que asoma en un territorio hostil y sexista, hilo argumental salido de las narrativas policiales contemporáneas antes que del mundo de Harlan Coben–, la miniserie se despliega alrededor de una idea: cuánto desconocen los padres a sus hijos y qué están dispuestos a hacer para protegerlos. Las estrategias siempre suponen aristas contradictorias: ¿Es el control de los padres el que potencia la rebeldía de los hijos? ¿O son justamente el abandono y la desatención los que propician los tropiezos y las angustias?
Adaptada por los mismos autores de Bosque adentro, Wojciech Miloszewski y Agata Malesinska, Ni una palabra asume la misma tensión, el uso de reiteradas vueltas de tuerca, pero renuncia a la espesura de los personajes y de sus conflictos internos. Salvo Anna, sostenida en el gran trabajo de Magdalena Boczarska, el resto de los personajes opera en reacción a los acontecimientos, y el sistemático intento de despistar al espectador les resta carnadura y los hace engranajes del mecanismo de la acción. En Bosque adentro esa restricción del material original se suplía con una puesta en escena inquietante desde los espacios y los juegos temporales que lograba que las revelaciones tuvieran un impacto visceral, más allá del efectismo de lo inesperado.
Ni una palabra funciona en su intriga, logra que cada uno de sus episodios termine con el interrogante perfecto para seguir adelante, pero hay una sensación que persiste, y es que no logra profundizar demasiado en sus conflictos, que tienen una clara dimensión humana y social. El uso de las tensiones entre adultos y adolescentes, el impacto de esas voces de autoridad en la vida de los niños –que es abordado de manera lateral en el efecto del comentario de un profesor sobre la situación escolar de una niña, luego hostigada por sus compañeros–, y la relación entre los consumos de sustancias y las angustias adolescentes apenas aparece delineado sin mayor abordaje que el de un resorte para el suspenso.
El atractivo de la narrativa de Harlan Coben, que ha tenido numerosas adaptaciones en formato miniserie tanto en Reino Unido, Francia, España como en Polonia –la mayoría estrenada en Netflix– consiste sobre todo en la universalidad de sus conflictos, arraigados en debilidades humanas, conflictos familiares, pasiones secretas, que adquieren expresión en diversas ciudades e idiosincrasias. Aquí el resultado es efectivo, sin grandes estridencias ni apropiaciones originales, concentrado en esa lógica de cajas chinas en la que cada revelación da pie a una nueva apariencia y a los efectos devastadores de su sostenimiento.