La película maldita: el mayor fracaso de la carrera de Jerry Lewis
Jerry Lewis nunca quiso que nadie viera El día que el payaso lloró. Al menos con él en vida. Siempre supo que su ansiada obra maestra en realidad se había convertido en un desastre monumental, en la mancha que el actor no quería que ensuciara su carrera. Cuando recibió en 2013 la Palma de Oro de honor en Cannes, respondió sobre aquel esfuerzo: “No me gusta hablar de ella, y espero que se quede allí, en el baúl: era mala. La escribí, la dirigí y era mala, porque perdí la magia . Y espero que nadie la recupere. El artista debe tener la posibilidad de tomar esas decisiones”.
Lewis guardaba a buen recaudo la única copia de El día que el payaso lloró, su fallida aproximación al Holocausto a través de la figura de un payaso que guiaba, cual flautista de Hamelín, a los niños a las cámaras de gas de Auschwitz. La semana pasada, el festival de Venecia proyectó el documental From Darkness To Light, que, basándose en otro documental y en una entrevista con el propio cómico, intenta dar algo de luz al gran secreto de la carrera de Lewis.
La espina dorsal del largometraje nace del documental The Last Laugh (2016), de Ferne Pearlstein, en el que la directora entrevistaba a multitud de cómicos famosos sobre su profesión. El corazón, en cambio, surge de una charla que Lewis (Newark, 1926-Las Vegas, 2017) concedió a Eric Friedler meses antes de morir, y en la que el cómico, un tipo huraño con la prensa, bajó la guardia y habló de su fracaso. Así se montó From Darkness To Light, de Michael Lurie y Eric Friedler, estrenado en la Mostra pocos meses antes de que El día que el payaso lloró sea accesible al público, el año que viene en la Biblioteca del Congreso estadounidense, una de las últimas disposiciones ordenadas en vida por Lewis. Hay también metraje inédito de la película, del que ya habían aparecido en internet unos 30 minutos entre imágenes y descartes del rodaje durante un tiempo en 2016.
“Ni siquiera pensábamos que la película existiera” , cuenta Martin Scorsese en pantalla. “Creíamos que era un mito”. En realidad, Scorsese se comporta como un narrador que alimenta la leyenda. Quien sí la vio fue otro cómico, Harry Shearer. “Accedí a ella porque alguien tenía una copia en video del primer montaje y me lo pasaron unos días”. ¿Su opinión? “Era como ver un payaso triste de Tijuana pintando el Holocausto”.
Para entender por qué Lewis se lanzó a dirigir y protagonizar un drama sobre el Holocausto hay que viajar a mediados de los años 60, cuando en Francia veían en sus trabajos una visión sutilmente irónica del modo de vida estadounidense. Tras una actuación en el parisiense teatro Olympia, se acercó a charlar con él un productor húngaro, Nathan Wachsberger, dueño de los derechos de un guion escrito por Joan O’Brien y Charles Denton.
Ni un cineasta se atrevía a filmar aquel libreto protagonizado por Helmut Doork, un payaso arrestado por la Gestapo después de reírse del Führer. Encarcelado en un campo de concentración, a punto de ser ajusticiado por alegrar la vida de los presos, se salva cuando los nazis le proponen que use su talento para conducir engañados a los niños judíos en dirección a las cámaras de gas. Doork acepta sin querer ser consciente de para qué lo están usando. En el guion se puede leer el final de El día que el payaso lloró: los niños abrazan al payaso, le preguntan: “¿Adónde vamos, Helmut?”, y todos juntos, cantando y riendo, entran en una cámara de gas. Se cierran las puertas.
Lewis se lanzó al proyecto: quería ser un autor respetado y ahí estaba la oportunidad. A inicios de 1972 perdió casi 20 kilos, realizó la preproducción desde París y contrató a Harriet Andersson (un descubrimiento de Ingmar Bergman, cineasta que adoraba a Lewis) para encarnar a su esposa, a la estrella francesa Pierre Étaix para interpretar a un maestro payaso y al alemán Anton Diffring para interpretar al nazi que le hacía la vida imposible. A mitad de la filmación en Estocolmo, Wachsberger se fue con parte del dinero y las cámaras, lo cual no frenó a Lewis, que la terminó. Finalizada la producción, se llevó el material a Los Ángeles. Allí, Lewis, devastado por lo malo que era todo lo que veía, se negó a rematar la película. Y la sepultó.
¿Qué falló? Una pista la dio la guionista Joan O’Brien: habían escrito la historia de un egoísta a la búsqueda de su redención, y Lewis la había reescrito, buscando su propio El gran dictador: la primera película que de niño hizo reír al cómico fue otra obra maestra de Charles Chaplin, Tiempos modernos. O’Brien luchó por recuperar los derechos de su guion, y ahora vuelve a estar disponible para que lo afronte otro cineasta.
Lo que se ve de El día que el payaso lloró en el documental es demoledor. Aburrido, plomizo, deslavazado. En una secuencia, el payaso se engancha la nariz a la alambrada. A su lado, otro preso reflexiona: “Cuando estás gobernado por el miedo, la risa es el sonido más aterrador del mundo” . Sin embargo, lo que se escuchan son sonidos apáticos de los niños judíos reunidos para observar a Helmut al otro lado de la cerca. Esos mismos niños serán los que vayan con el payaso al final hacia la muerte.
“No logré un buen resultado”, dice su creador. “Fue un mal trabajo por parte del guionista, del director, del actor. Lo pensé mil veces y concluí: ‘ ¿Dónde está la comedia en llevar a los niños a la cámara de gas? ”. Es más, ante Friedler, Lewis mezcla sus propias meditaciones con partes del guion: “No hay un día en mi vida en el que no piense en ello. Recuerdo que llevé a 65 niños al horno. Fue duro, muy duro”.
En pantalla, un crítico asegura que se equivocó al abordar el Holocausto en vez de encarar el nazismo “en un sentido más amplio, como Los productores, de Mel Brooks”. Otro, en cambio, lo califica de un largometraje adelantado a su tiempo: años después, Roberto Benigni sí dio con la tecla adecuada en La vida es bella. Shearer concluye: “No es una comedia. Es un trabajo serio. Ese es el problema”.