Mi relación de once años que jamás ocurrió

A LOS 50 AÑOS, DIVORCIADA Y SUFRIENDO DELIRIOS, EXPERIMENTÉ EL MÁS GRANDE AMOR QUE HAYA CONOCIDO. SI TAN SOLO FUERA REAL.

Según los médicos, no es habitual que una mujer se vuelva psicótica por primera vez a los 50 años. Más raro aún, es que no tenía antecedentes familiares de enfermedades mentales graves.

Llevaba tres años divorciada, viviendo en una ciudad pequeña y frondosa de Nueva Jersey, cuando miré por la ventana de la cocina y vi a un vecino y amigo mío dejar unas flores silvestres que había prometido para mi incipiente jardín. No llamó al timbre. Hacía calor fuera, así que las colocó a la sombra de un mirto.

Cuando se apartó, sentí, para mi gran sorpresa, que me recorría una media decena de pequeños orgasmos.

A partir de ese momento, tuve orgasmos sin contacto cada vez que lo veía o escuchaba su nombre. De repente, la belleza física de ese hombre era incomparable. Era un genio creativo. Mientras me hundía en un delirio de once años que se apoderó de mi vida, él se convirtió en “mi amado”.

Me encontré fusionándome mentalmente con él. Con eso quiero decir que podía tener conversaciones enteras con él sin necesitar su presencia física.

Pronto me di cuenta de que mi amado y yo éramos los protagonistas de una odisea en la que participaban espías rusos, la NASA, una milicia ciudadana y diecisiete agencias de inteligencia de Estados Unidos. El destino de la humanidad descansaba en mi humilde persona. Y en mi amado. Lo más difícil era que no podía revelar nada de esto a nadie. Hacerlo pondría en peligro nuestras vidas.

No recuerdo exactamente cuándo empecé a entrar a mi Narnia personal. Una noche estaba acurrucada bajo el edredón, hojeando poemas de Emily Dickinson, cuando el verso “Di toda la verdad, pero dila sesgada” me guiñó un ojo, se levantó de la página, giró en ángulo y luego se enderezó.

Una nueva conexión mental surgió. Por supuesto. Para evitar ser descubierta, el lenguaje supersecreto de los espías era el de las asociaciones oblicuas. Acontecimientos, personas y objetos se entrelazaban. Un mundo que a los demás les parecía ordinario, para mí estaba empapado de significado.

Cuando leía un artículo científico para trabajar, veía que ciertas palabras se levantaban de la página, flotaban como un holograma y se autoconformaban en un poema de pasión para mi amado.

En una conexión mental, mi amado me dijo que se reuniría conmigo esa noche. En previsión, llené mi dormitorio de velas, encendí un fuego abrasador, me vestí con tacones de aguja y un abrigo de cuero forrado de piel (sobre mi lencería de encaje) y me tumbé en la cama a beber whisky.

La medianoche se convirtió en las tres de la madrugada. Mientras el fuego se enfriaba, envié un correo electrónico obsceno desde una cuenta falsa (tan obsceno que me sonrojo al recordarlo) y me quedé dormida, con las velas aún encendidas.

Me desperté temprano, con resaca, sin café y furiosa con él por dejarme plantada. Cuando me dirigía por mi dosis de cafeína, adivinen a quién vi: ¡a mi amado! Estaba paseando a su perro. Detuve el auto a su lado, bajé la ventanilla y lo miré fijamente.

Se agachó para asomarse. “¿Pasa algo?”.

Le lancé una mirada de gélido desdén y me fui a toda velocidad.

En la oficina central me insistieron en que lo viera tanto como fuera posible, así que me ofrecí como voluntaria donde él lo hacía, asistí a eventos donde sabía que estaría, busqué en internet menciones de su nombre.

Pude trabajar en mi puesto de relaciones públicas durante cuatro años y medio, y mantener el delirio. Pero los dioses del delirio querían que fuera regularmente al psiquiátrico, donde me atiborraron de antipsicóticos, me aplicaron terapia electroconvulsiva y mi diagnóstico pasó de bipolar I (el tipo maniaco) a trastorno esquizoafectivo (a medio camino de la esquizofrenia). No tuve más remedio que aplicar para los beneficios de incapacidad en el trabajo.

Mi irritación aumentaba cada año. Era como estar atrapada en un remolino, con la misma información que daba vueltas y vueltas. Mi amado parecía no tener ni idea. No sabía nada del plan de la NASA para congelar criogénicamente nuestros cuerpos y lanzarnos a una galaxia lejana. ¿Era la central simplemente incompetente? ¿Por qué se me ocurría proponerle matrimonio si iba a rechazarme?

Necesitaba menos ruido, más señal. El cuartel general siempre anteponía las necesidades de mi amado, enviándome molestos mensajes mentales que me decían que necesitaba mudarse a mi casa y tener su propio dormitorio.

¿Cómo? ¿Quién pagaría las remodelaciones? Me sentía como una ama de casa quejumbrosa. La luna de miel había terminado hacía tiempo y también los orgasmos.

Ante la insistencia de la oficina central, le propuse matrimonio dos veces: la primera por correo electrónico y la segunda, media decena de años después, en persona. Le pedí que me llevara a casa después de una excursión por la naturaleza y, cuando llegamos a la entrada de mi casa, le dije: “¿Has tenido tiempo de pensar en mi propuesta de matrimonio?”. Intentaba hacerme la graciosa (¡seis años después!) para que me sirviera de camuflaje emocional en caso de que la rechazara.

Frunció el ceño. “¿Tus hijos siguen viviendo contigo?”.

Tras un silencio incómodo, me despedí y me largué.

En aquel momento, interpreté que me hizo esa pregunta porque quería asegurarse de que yo tenía espacio suficiente para que él se mudara. Más tarde, le conté esta escena a una amiga con la que haría innumerables análisis posteriores a los delirios. Yo interpretaba las señales de una manera, y ella suspiraba y me aclaraba las cosas.

“Quizá pensó que estabas actuando de manera extraña”, me dijo, “y se preguntaba si tus hijos deberían llevarte al hospital”.

Recuperé la cordura poco a poco, como una marea que sube, y luego de golpe, como un trueno. Qué alivio no tener que seguir cargando con la responsabilidad de salvar el mundo. De verdad.

¿Por qué terminó de repente? Los médicos decían que era el medicamento, que por fin hacía efecto (en ocasiones no lo tomé). Pero el trastorno delirante suele ser difícil de tratar solo con medicina. Creo que me frustré tanto en la oficina central que finalmente renuncié a mi puesto de mártir en jefe.

Cuando el delirio terminó, mi diagnóstico de trastorno esquizoafectivo se mantuvo. Tras un largo apagón de semanas (o meses), recuperé mis facultades. Pero sentía una espesa membrana viscosa entre los demás y yo. Ahora venía el trabajo arduo de reconectarme con el mundo exterior, o como dice una amiga, con la realidad consensuada.

No fue difícil desprenderme de los extraterrestres, los rusos y las agencias de inteligencia. Aunque habían vivido en mi cabeza durante once años, de repente fue evidente que todo eso era una tontería. Desalojé el gran engaño con facilidad, pero el pequeño delirio, el de mi amado, persistió. Era un surco profundo en mi psique.

Intelectualmente, comprendía que mi amor por él era inauténtico, pero lo sentía más profundo y real que cualquier amor romántico que hubiera conocido. No ayudaba el hecho de que todos esos orgasmos tal vez derramaran océanos de oxitocina, la “hormona del amor” que crea sentimientos de cercanía y pertenencia.

Decidí adoptar un enfoque sistemático para extirparlo de mi corazón.

Experimenté con la terapia de exposición, del mismo modo que uno se obliga a hojear un libro de herpetología para combatir la fobia a las serpientes. Como era de esperar, esto no hizo más que intensificar mi obsesión.

A continuación, lo traté como una adicción y me mantuve alejada. Luego, en un pequeño cuaderno, escribí los nombres de todas las personas que habían sido una fuerza positiva en mi vida —mi familia, mi profesora de guardería, mis mejores amigas— y lo tocaba cada vez que pensaba en mi (antiguo) amado, cuyo nombre no estaba inscrito.

Me dije que se trataba de personas reales, de relaciones reales. No compañeros de juego imaginarios.

Poco a poco, la persona amada se fue alejando de mi corazón, dejando tras de sí solo un fragmento de pesar.

¿Cómo dar sentido a los últimos once años? “Una actitud de gratitud será de ayuda”, me dijo mi terapeuta. Era difícil sentir gratitud. Lo que sentía era un gran detonador de vergüenza clavado en mis entrañas. ¿Quién era aquella señora que gritaba sandeces y lanzaba su paraguas al cielo frente a la casa de su amado? No fingía estar loca. Estaba loca.

¿Y qué hay de esas ocho hospitalizaciones? ¿Estaba agradecida por ellas? No.

Mi nuevo terapeuta dice que está bien no sentir gratitud al cien por ciento. No la siento. Pero estoy profundamente agradecida por haber redescubierto el amor verdadero, el de mis hijos, hermanos y amigos íntimos. Podrían haberme abandonado, pero en lugar de eso siguieron adelante.

Hace un tiempo, pasé manejando junto a mi antiguo amado quien iba en su bicicleta. Se había parado a mirar una hoja en la rama de un árbol. Llevaba un casco de ciclista y sus mechones, ahora grises, asomaban por debajo. Su aspecto era angelical, como el de un niño. Cada día de esos once años, esperé que subiera a mi casa y tocara el timbre, que su llegada señalara el final de la misión, que su profesión de amor hacia mí fuera la recompensa definitiva por todo lo que yo había sacrificado.

Finalmente comprendí con claridad precisa que él no formaba parte de mí, que su alma no estaba entrelazada con la mía. Era solo un hombre en bicicleta que bajaba por la calle, en dirección opuesta a la de mi casa.

c.2023 The New York Times Company