Rodrigo Colomba, a corazón abierto: “Establecimos algo en el casete de la memoria y ahora nos estamos sorprendiendo”
Hay bailarines que ni bien salen al escenario te prendan. Se mueven y te movilizan. Uno está sentado en la platea y, de pronto, atina a adelantar el cuerpo al borde de la butaca de la inquietud o, al revés, se deja caer con todo el peso sobre el respaldo a disfrutar. El gesto en la cara se ilumina, algo fogoso se enciende en el espectador. No hace falta que estén solos, en el centro de la escena, con la autoridad de un par de botas bien puestas, el pecho hinchado y la mirada como perdida en el horizonte de la pampa; esta clase de artista puede salir con los pies descalzos, en medio del malón, entreverado en los colores y vaivenes de -por ejemplo- el maravilloso Ballet Folklórico Nacional (BFN): aun en la multitud, el ojo no tarda en detenerse sobre la figura de Rodrigo Colomba.
El fin de semana, el santafesino recibió el premio Arte y Cultura por su labor. A los 40 años edad -veinte pasaron ya desde que se mudó del pueblo a la gran ciudad-, obtuvo el galardón que se entrega en homenaje a Olga Ferri, que en esta edición además de a él distinguió a la Compañía Nacional de Danza Contemporánea. Algunas palabras enmarcaron el acto: primero, como para ahuyentar estériles clasificaciones, Juan Lavanga, presidente de la asociación que otorga el premio, parafraseó a Renate Schottelius al señalar que (clásica, contemporánea, folklórica) “la danza es una”. Otros, se refirieron a ese carácter hipnótico que adquiere Colomba en el escenario. Cecilia Figaredo, que obtuvo este mismo reconocimiento en 2022, rememoró el momento en que descubrió lo que era tener un compañero “con el corazón abierto”. El propio agasajado, conmovido, dijo sentirse “rodeado de ángeles” y que el BFN es un organismo “grupal, genuino y con verdad”. Después de oírlos, hasta Vito, el más pequeño de los hijos que tiene con la bailarina Jimena Visetti, también quiso empuñar el micrófono: “Papá, te amo”. Fue breve, con sus 4 años; para qué más.
En la primera fila, además de su mujer, su madre y los chicos estaba Margarita Fernández. A “Marga” él cree que tiene más que un “gracias” que retribuirle, desde el primer día hasta el Juan Moreira, pasando por su amistad. “Me abrió puertas, incluso algunas que no aproveché. Como maestra, apostó a mí. A partir de ella conocí mucha gente. Me interné en su estudio. Me decía: tenés que hacer esto, lo otro, me ordenó. Y a mí se me hizo una idea: voy a dejar la facultad de Arquitectura (algo que me pesaba por el mandato familiar), pero me voy a hacer mi propia “universidad del baile” de algún modo. Me pegué ahí, con ella, y fue muy importante para formarme, para chupar su energía y su modo de ver la danza”.
Pero antes de esa cálida ceremonia, antes, incluso, de que levantara con las dos manos la plaqueta transparente con su nombre, Rodrigo Colomba se sentaba en un banco a repasar su trayectoria sin más que la memoria, la reflexión y un café negro a mano. El premio -es lo primero que dice- le hace pensar en el camino que recorrió hasta acá, aunque también mira lo que sigue hacia adelante. “Me cuesta preguntarme sin fastidio qué es lo que voy a hacer dentro de cinco o seis años. No tenemos fecha para retirarnos en el Ballet Folklórico Nacional, pero quiero una buena salida, no tener que andar renegando con mi cuerpo ni con nada”.
-Es lógico, porque físicamente estás muy bien y, aunque puedas intuir que te quedan, por ejemplo, cinco años más, en algún momento tendrás que pegar un salto en otra dirección.
-A mí me hace bien expresarme, ya sea bailando, actuando, dibujando o escribiendo. Hice docencia y coreografiamos bastante seguido, pero todavía no siento ese placer por el otro.
-¿Cómo sería eso?
-Lo hablé una vez con [la coreógrafa] Analía González: ella me decía que ve a los otros realizados, los ve extasiados y, entonces, le pasa lo mismo. Es decir, vive por sus obras, y yo todavía no siento eso. La creación me gusta, pero siempre tengo mucha autocrítica. No estoy preparado, me parece, pero vamos bien.
-Los que te vemos en el escenario disfrutamos mucho de tu danza: se nota que estás plenamente en el rol de bailarín.
-Para mí está bien si la paso bien. No tengo parámetros técnicos, la expresión es lo más grande. Sobre la vida del bailarín, lo hablamos con colegas enormes (Adrián Verges, Alexis Ledesma, Polaco Pastorive, Cristian Vattimo), gente que tiene mucha experiencia, y creo que con esta generación ya hemos extendido los límites que teníamos como bailarines folklóricos [se refiere a los que están entre los 40 y los 50 años]. Como vos decías, establecimos algo en el casete de la memoria y nosotros mismos nos estamos sorprendiendo. Es cierto que las composiciones de ahora son más amables y estamos en lo mejor de la edad, pero ciertamente tenemos ese chip que nos dice: andá preparándote. Más que nada para poder soltar en un buen nivel.
-En el otro extremo del camino, si nos vamos al Santa Fe de cuando empezabas a bailar, ¿cómo te recordás?
-¡Insoportable! Zapateaba todo el día, porque ya empecé bailando folklore. Lo descubrí medio de grande. Mi pueblo, Estación Clucellas, es muy chico. Ahí son todas como islitas; si lo vieras acá, con lo que es el Conurbano, estaría todo integrado, pero allá, entre un pueblo y el otro, el campo atraviesa y los conglomerados de gente son círculos bastante cerrados. La historia es que mi maestra de música en la escuela me veía que bailaba y ella había averiguado una academia para sus hijos, en San Jorge, a 45 kilómetros, muy lejos: había que pasar tres pueblos. La cuestión es que les pidió permiso a mis viejos y me llevó. Sus chicos no siguieron, pero yo sí, con unos profes geniales, Eduardo Gómez Couto y Silvana Ruiz, muy profesionales hasta en lo más mínimo. Tenía 12 años y como en Estación Clucellas tampoco había secundario, eso determinó que me fuera a seguir estudiando a San Jorge y todo quedó cerca. También tuve una infancia de futbolero muy grande, tanto que en un momento era el fútbol o el folklore. Siempre con mucha intensidad, porque me preguntabas cómo me recordaba, ¿no? Así: de todo lo que me gustaba, quería mucho.
-¿Eso te define hoy también?
-Sí. Justo hoy le explicaba eso a Pina [su hija de 7años]; ella dibuja mucho, y le decía que en algún momento hay que aprender a parar, ¡porque no para ni para comer! Esos espejos que te da la vida. Y aprendés a la fuerza, un poco con las lesiones, que no tuve muchas, pero siempre parecía que llegaban cuando lo mejor estaba por venir, y me lo iba a perder. ¡Eso es de dramático! [se ríe].
-Entonces me decías que te tomabas la danza en serio, intensamente, y ¿cómo salís de San Jorge?
-Es muy importante Cosquín, porque hasta ese momento eran cosas muy de provincia las que yo conocía. En el 2011 a nuestro profe le piden varones para hacer la apertura, el Himno a Cosquín. Fue fuertísimo: como entrar a la cancha de primera división. Y me fue muy bien. Estaba el telón viejo, ese circular, que se abría y yo quedaba ahí, en la punta. Te comías toda la energía de la gente que estaba arengando hacía rato. Ahí tenía 15 años y me acuerdo que pensé: “Esto es lo que quiero y el fútbol no me lo da”. Era la edad en la que ya estaba por jugar en primera. Ese fue el primer golpe, de romper la pared, de saber que esto es una escena. Siempre me gustó bailar como hecho humano, pero el escenario es otra cosa, y enamorarse de eso me lo dio Cosquín. Entendés que hay un ida y vuelta, y abrís mucho más los sentidos, te ponés en un mapa de sensaciones, estás con la compañera, estás con la música, estás atravesado por los que te están mirando y perciben lo que estás sintiendo: tu desahogo, tu cansancio, tu energía, tu plus. Y te lo devuelven.
-¿Cada vez que volviste a Cosquín te dio nuevos descubrimientos?
-Varias veces volví. De todo, mucho [remarca y se ríe, otra vez]. Habrán sido seis años. Pero fue diferente. Tuve placeres en Cosquín, no le voy a quitar méritos, pero esas conciencias tan puras quedan muy marcadas y no hay que buscarlas, cuando se dan, es de una vez sin más.
-¿Disfrutás igual de un baile de conjunto que en pareja o como solista?
-En el folklore vale mucho el equipo. Cuando salís de la Argentina y decís “Ballet Folklórico” a la gente le hace ruido el nombre de folklore junto a ballet. Acá se dio eso: el folklore se expresó en la escena con peso grupal. Y un buen conjunto es una bomba. El grupo te contiene de una forma impresionante, es aprender a no remar solo, sino cómo ir apoyándote en los demás. Y bailar en pareja me encanta, tenés todos los permitidos que no te da el grupo, por ciertas rigideces de los esquemas. En la pareja vos podés modificarlos. Es como en el teatro un texto clásico y un texto contemporáneo.
-Hablemos de bailar en pareja con tu pareja.
-Yo bailé mucho con Jime, pero también con otras parejas, y no siento que sea que bailás con “tu” pareja. Con Jime encontramos algo que nos reinventa cada vez que nos toca bailar, un complemento muy grande entre los dos que no tiene que ver solo con que seamos pareja, sino con que funciona. Psicológicamente también encontramos un punto de no competencia, de compartir, de vivir, y sinceramente nunca me había pasado estar tan bien y tan tranquilo y conforme. Con otras compañeras es conocerse, ir descubriendo a la persona, el respeto está muy presente. Bailar solo, en cambio, no sé si es de lo que más disfruto, lo que sí me salva en ese instante es cuando escuchas qué va a pasar, lo que vuelve.
-Bailás con el BFN y por fuera de él, abierto a experiencias distintas; espectáculos grandes y chicos: en una gala con Marianela Núñez, en un megaespectáculo de Piazzolla que dirige Julio Bocca o en una función a beneficio con un nene de once años. No parecés un fundamentalista del folklore tradicional sino, más bien, un inquieto libre de prejuicios.
-A mí me molestan las clasificaciones. Yo siento que lo que tengo para dar a mis 40 años no merece ese filtro. No me pregunto qué estoy respetando y que no, porque conozco lo que amo. Y con lo que es folklore no tengo miedo. Me mando a hacer lo que la música y el cuerpo interpreta. La dinámica cultural a mí me formó así, conozco muy bien lo que me gusta, adónde apunta cada proyecto. Eso se lo único que me limita: tratar de hacer una empatía entre el público que te toca y ser fiel a lo que nos gusta.
-En folklore se suele usar es el término “estilizar”: ¿cómo, para qué y hasta dónde?
-Son conceptos. La palabra “estilizar” creo que viene del maestro Santiago Ayala [El Chúcaro, junto con Norma Viola, fundador del BFN]; me han dicho -lo heredé- que él pensaba que estilizar era… Supongamos una botella, cilíndrica, hacerla estilizada sería darle forma sin cambiarle su función. Para mí terminan siendo creaciones. Lo que limita muchas veces al folklore es que se lo entiende por las danzas, y el folklore es mucho más. También dicen: son costumbres, son leyendas. Y no es solo eso. ¿Qué me modeló a mí para que yo tenga aptitudes de bailar sin tener una academia? Bueno, el folklore de mi pueblo me modeló. Esas cosas van a hacer que un mismo género musical se baile diferente en distintos lados, condicionado por la vida de la gente. Eso me pasa a mí cuando estilizo. Cuando me presento a hacer un baile, cualquier ritmo que sea, estoy modelado por lo que me tocó a mí, por la dinámica de mi vida. Y por eso yo digo: si esto es lo que me gusta hacer, y me gusta bailarlo así, se baila así.
-¿En dónde bailabas antes de venir a Buenos Aires?
-En una compañía bellísima, Martín Fierro, de Laguna Paiva; la dirigía Ariel Sosa, quien había revolucionado todo en ese momento en material de festivales. “¡Ah, se puede bailar más que así! [chasquea los dedos con ambas manos alzadas]. Empecé a descubrir mi cuerpo, gracias a Ariel. En eso estaba yo cuando me avisan que había audiciones en el Ballet Folklórico Nacional. Cabe recordar que Norma Viola muere en 2004, lo que fue generando recambios, y yo entré en 2005, con la dirección de Nidia [Viola].
-Entonces, dejaste una carrera: Arquitectura.
-Sí. Yo dibujé siempre. Lo que me interesaba no era bien la arquitectura, me gustaba la plástica. Hice 18 materias.
-Y después de tanto hablar del pueblo, ¿te enganchó la ciudad?
-No tanto. No soy un gran consumidor de teatro ni de cosas que veo que a mis colegas directos los atrapaba de la ciudad. A mí me gusta vivirla. Pero es real que cuando empezás a descubrir las cabezas que hay acá, se te despierta todo. Siempre sentí un poco el peso por dejar mis espacios verdes; no tiene nada que ver con la familia, que estuvo siempre presente, no me ha faltado nada nunca, y son unos súper abuelos con mis hijos. Pero sí me sofocaba la cantidad de gente, nunca me hallé manejando; todavía ahora voy en bici al Ballet. Tenemos en auto, pero para salir de la ciudad.
-¿Cómo entendés la renovación del folklore: a través de la música, de las historias que se cuentan?
-Son dilemas que no sé si tienen tanto sentido, aunque creo que se mantiene todavía cierta rigidez, el material que usás para bailar es irrefutable que está atravesado por lo que vive la gente. Decirte, por ejemplo: a mí que me gusta mucho lo que es el litoral. En la época dorada del chamamé, se le cantaba al pájaro, y después el Chango Spasiuk hace aparecer una emoción, una tristeza. Eso es un montón. De pronto, no estás bailando sobre algo tangible, estás bailando sobre algo que te sucede.
Cerca de los ventanales del salón mayor de Ballet Estudio, un primer piso a la calle que es pura luz, Rodrigo saca el poncho de la mochila e improvisa una danza. Por largo rato, seguirá girando. “Me siento muy bien bailando -vuelve a principio de la charla-. Tengo esa edad en la que te desprendés de todo. Cuando ya hiciste y solo te queda cosechar”.
Para agendar
El Ballet Folklórico Nacional se presentará el miércoles 16 y el jueves 17, a las 19, en el teatro Hebraica, Sarmiento 2255, con un homenaje a Santiago Ayala, El Chúcaro, en el aniversario de su nacimiento. Con entrada gratuita, por orden de llegada, las localidades se entregan media hora antes de la función. El programa irá de El sueño de la pastora y Amanecer salteño (con su desfile de gauchos, la cuequita tradicional y el malambo) al Pericón Nacional y una milonga, entre otros momentos.