Roger Waters en Argentina: el día que le lanzó un escupitajo al público y nació la idea más brillante de uno de los cerebros de Pink Floyd
En medio de manifestaciones de repudio y de pedidos para que se suspendan sus shows en Buenos Aires por sus dichos antisemitas más recientes -el músico puso en duda la masacre terrorista cometida por Hamas el 7 de octubre, asegurando que fue un autoatentado de Israel-, esta noche y mañana Roger Waters volverá a apoderarse del estadio de River Plate, el mismo en el que realizó nueve funciones con el show de The Wall en 2012. Lo hará en el marco de su gira de despedida, This is not a Drill.
En la música hubo escupitajos de todos los calibres. Están las miles de anécdotas que envuelven los escenarios del punk o los que Patti Smith convertía en sagrados en el ritual de sus recitales. Pero tal vez el escupitajo célebre, el que patentó una época, lo inventó Roger Waters. De ese grosero gesto, insospechadamente, surgió el muro más famoso de la historia del rock.
“Escupir a alguien es la forma más radical de expresar el desprecio”, escribe Sergio Marchi en su último libro, Roger Waters, el cerebro de Pink Floyd (Sudamericana). Es una agresión que no admite retornos. Así comenzó The Wall, ciertamente con un escupitajo, cuando Roger Waters escupió a un miembro de su público en 1977 durante una gira de Pink Floyd en Montreal, la ciudad musical de Canadá.
“Ese fue el primer ladrillo de esta inmensa pared que en 2023 no ha perdido nada de su solidez inicial. Un muro resistente y bien construido por un estudiante de arquitectura, que abandonó la carrera junto a un par de compañeros para dedicarse a una de las aventuras más increíbles que pueda experimentar un ser humano”, dice Marchi en el capítulo “Ladrillos sueltos”, el cual abre con la frase No te rindas sin dar pelea, de la canción “Hey You”.
No se trataba solamente de las innumerables peripecias y obras de Pink Floyd, banda que fue una de las mejores y más importantes del amplio abanico del rock. No es tampoco el añadido de la obra de Roger Waters, la fuerza motora y creadora detrás del grupo, que ha continuado como solista. Se trata, en definitiva, de algo mucho más inmenso y poderoso: el viaje que emprende un ser humano en un punto dado de su vida para enfrentar su propia infelicidad. Y cómo logra vencerla o, al menos, llegar a buenos términos con el origen de sus sufrimientos. Ese es el telón de fondo de un acto tan ridículo, tan banal, tan violento como un escupitajo.
De acuerdo con la leyenda -siempre más espectacular que la realidad-, en julio de 1977 Pink Floyd realizó el último show de la gira presentación de su disco Animals. Se trataba de un momento difícil para la banda, que había crecido tanto que finalmente tuvo que encarar su primera gira en estadios al aire libre. Eran pocos, ciertamente, los grupos que en ese tiempo alcanzaban una escala semejante que no tardaba en convertirse en pesadilla; solamente The Rolling Stone y Led Zeppelin habían continuado con aquella locura que se cobró el sistema nervioso de The Beatles, quienes comprendieron en 1966 que tal arraigada costumbre los había hecho retroceder como músicos: por eso siguieron funcionando sólo como banda de estudio.
“Si bien se podría pensar que el hecho de tocar en condiciones tan adversas como en un estadio sin sistema de amplificación tal cual hoy lo conocemos, frente a decenas de miles de adolescentes chillando histéricamente, podría constituir un fabuloso entrenamiento como salir a caminar en una tormenta de nieve, la realidad es que la música, el rock en este caso, es un acto artístico y no se rige por parámetros deportivos”, escribe el periodista en su quinto libro biográfico -antes posó su mirada sobre Charly García, Pappo, Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati-.
Lo cierto es que Pink Floyd brindaba el último concierto de la gira que había comenzado en enero y sus integrantes se encontraban exhaustos por el enorme esfuerzo realizado. Esta situación de estadios afectaba a Floyd más que al resto de sus colegas, ya que la fuerza de su música radicaba más en el clima que pudieran generar que en el ritmo o en el volumen a desarrollar. “Es tremendamente complicado, aún hoy, alcanzar una atmósfera hipnótica y cautivante en un estadio a cielo abierto, por razones que van desde lo meramente meteorológico hasta la naturaleza del comportamiento humano”, sugiere Marchi. Fue entonces que en esa noche infame, la del 6 de julio de 1977, cuando un grupo de muchachitos, claramente excedidos de alcohol y con fuegos artificiales, se ubicó frente al escenario y se dedicó a gritarle a Roger Waters que tocase una canción: “Carefull With That Axe, Eugene”.
No era una melodía casual. Lanzada en Ummagumma, el álbum doble de 1969, “Carefull With That Axe, Eugene” enardecía al público como pista instrumental. Embebida de sus largos tramos psicodélicos, la canción empezaba con una improvisación ligera a base del órgano de Richard Wright y luego se convertía bruscamente en un clímax fuerte y explosivo. Era una de las favoritas de Floyd en sus conciertos en vivo y Waters apenas la susurraba, casi en tono de advertencia: “Cuidado con ese hacha, Eugenio”.
En el libro se cuenta que Waters cedió ante los gritos de sus fans, a punto tal que lograron desconcentrarlo. Cansado de tanta molestia, el cantante se acercó al borde del escenario y escupió a uno de los gritones. “Ni siquiera sé si le acerté, espero que no”, narró Waters en 2011, todavía avergonzado por su inesperada reacción. Aquel hecho sorprendió también a sus propios compañeros que no quisieron salir a hacer los bises pertinentes, no tanto por la acción de Waters sino porque de algún modo compartían su malestar, aunque no su alienación, la que llegó al punto de desear la creación de una pared que lo aislase del público. Sólo que el muro era mucho más alto y poderoso de lo que Roger pudiera haber llegado a comprender en su momento. “Y, además, esa pared ya estaba construida con los ladrillos de sus más profundos temores que lo aguardaban, pacientes, en la fortaleza de su propio inconsciente”.
Esa fue, entonces, la génesis de The Wall, una de las obras más impresionantes que haya generado el rock en toda su historia. La hipótesis de esta biografía, de que el germen nació con ese escupitajo, se convirtió en la historia de un hombre parapetado detrás de un formidable muro con la vana esperanza de que lo proteja del mundo. Es, por otro lado, el cuento de una estrella de rock atribulada, incapaz de establecer contacto con nadie, ni siquiera consigo mismo, que se consume en el ardor de propia locura. Es, también, la vana esperanza de librarse de los propios miedos colocando una pared de ilusión que los detenga y le ponga fin al dolor interior. Pero más que nada, enfatiza el periodista, es el titánico esfuerzo de un hombre que utiliza el arte como metáfora de su propia vida y como arma destructora de sus propios traumas.
Al principio, entonces, fue un escupitajo. “The Wall es el alucinante intento de Roger Waters de llegar a términos consigo mismo y poder resolver todas las cuentas pendientes de su propia psiquis”, escribe Marchi, y desliza que el rock no sólo fue una herramienta de expresión sino agente curativo que le permitió sublimar su propio padecer. Un poderoso exorcismo que, en rigor, surgió en aquel show mítico de Canadá cuando escupió a su fan e imaginó su pared. Algo que no fue suficiente: al poco tiempo vendría The Final Cut, que en vez de culminar en la demolición de un muro terminó con la dinamitación de Pink Floyd y la apertura de un nuevo ciclo en su vida.
El acto parece haber surtido efecto. Hay que verlo hoy a Roger Waters, un señor de 80 años que conserva la vitalidad y la pasión de los años en que se convirtió en uno de los más grandes compositores de la música popular contemporánea. La diferencia es que, según sus propias palabras, ya no está alienado, frase que formuló en un sinfín de reportajes en los que comparó su estado de ánimo actual con el que experimentaba cuando concibió la idea de una pared aislante. “En aquel entonces, yo era un hombre joven lleno de temores”, razona Waters.