Teatro Colón: en La viuda alegre, la música de Léhar emerge victoriosa ante las dificultades de la puesta
La viuda alegre, opereta de Franz Léhar. Elenco: Carla Filipcic-Holm (Hanna Glawari), Rafael Fingerlos (conde Danilo), Franz Hawlata (barón Mirko Zeta), Ruth Iniesta (Valencienne), Galeano Salas (Camille de Rosillon), Carlos Kaspar (Nyegus). Coro y Orquesta Estables del Teatro Colón. Dirección musical: Jan Latham Koenig. Dirección de escena: Damiano Micheletto. Escenografía: Paolo Fantin. Producción del Teatro La Fenice de Venecia. Función del Gran Abono. Nuestra opinión: muy buena
Género menor, con un diminutivo congénito en su nomenclatura y mirado siempre con algún desdén por los amantes de las poco venturosas jerarquizaciones culturales, la opereta, nacida a mediados del siglo XIX, nunca ha tenido una valoración en la cual la excelencia sea una calificación posible. Con todo, más allá de los preconceptos y de los menosprecios, la opereta fue el único género dentro del espectáculo musical decimonónico en el que, dentro de tramas inverosímiles o decididamente ridículas, podían tener cabida críticas políticas, menciones a embrollos económicos o sátiras sobre pautas culturales, siempre dentro de historias de amor vestidas con humor, melodías populares y danzas convocantes: el cancán, en París, y, por supuesto, el vals, en Viena.
En La viuda alegre, la historia se reduce, sencillamente, a casar a una viuda millonaria del principado ficticio de Pontevedro con algún pretendiente vernáculo para que sus millones no emigren y causen la bancarrota de la comarca. Una trama impensable dentro de una ópera romántica, mayormente inmersa en tragedias de toda índole. Y en consonancia con este tipo de argumentos, el oficio y arte de los operetistas era diferente al de los operistas: por oficio y arte, a Franz Léhar le caben todos los elogios y su música emerge invicta y poderosa aun cuando la puesta pueda incidir en desmedro de sus virtudes o el elenco no alcance un nivel óptimo.
En la muy buena idea de Damiano Micheletto, la embajada de Pontevedro en París –donde transcurre el primer acto– devino en el Banco de Pontevedro en el que todo remite a los años 50. Si de dinero se habla, qué mejor que hacerlo en una entidad financiera. En una amplísimo escenario despojado, con algunos de sillones en su centro y sin cámaras acústicas perceptibles, los cantantes, casi en su totalidad, fueron percibidos con claras dificultades. La voz sólida y opulenta de una gran soprano como Carla Filipcic-Holm solo podía ser apreciada nítidamente cuando se paseaba por su registro agudo en tanto que, con menor fortuna y aún más escasa audibilidad, deambuló el resto del elenco por todos los espacios del escenario, salvo cuando se “estacionaban” para cantar en el proscenio y ahí sí podían exponer sus virtudes. El único que sentó presencia firme sin importar su ubicación, como actor o como cantante, fue el notable y veterano bajo alemán Franz Hawlata. Afortunadamente, el primer acto concluyó y con él las grandes escenas de conjunto. En los otros dos actos, todo funcionó mucho mejor.
Una mención especial para Carlos Kaspar en la creación de Nyegus, el secretario del embajador, un personaje casi secundario y que debe ser representado por un actor. Casi como el Puck de Sueño de una noche de verano, en esta puesta, Nyegus hace y deshace, comete trapisondas, detiene la acción y cambia los colores de la escena y es el verdadero conductor de todo el espectáculo.
En el segundo acto, visualmente muy efectivo pero sonoramente discutible, en el sector posterior y sobre una plataforma elevada, se instaló un grupo musical de piano, mandolina, bandoneón y batería. Ahí, lejos del público, fue ubicada Filipcic-Holm para cantar la bella canción de Vilja. Solo cuando descendió y avanzó hacia la platea, Carla pudo demostrar (o hacer perceptibles) sus reconocidos talentos y toda su expresividad. El principal rol masculino, el del conde Danilo, fue llevado adelante con poca fortuna por el barítono Rafael Fingerlos, subsumido bajo una orquesta nada estruendosa y, ciertamente, muy bien conducida por Latham-Koenig. El bellísimo “Me encontrarás en el Maxim”, pasó casi desapercibido. En las creaciones de Valencienne y Camille, lucieron muy afortunados y convincentes la soprano española Ruth Iniesta y el tenor mexicano Galeano Salas.
De principio a fin se fueron sucediendo escenas muy graciosas, el ballet y el coro relumbraron muy oportunos y todo iba avanzando bien, siempre con los mágicos sonidos de Léhar. Pero faltaba el postre. En el último acto, por fin, para felicidad de todo el público, llegó el celebérrimo “Vals de la viuda alegre”. En el proscenio, abrazados y felices por consumar su amor, Fingerlos emergió de tanta anodinia y conformó con Filipcic-Holm un espléndido dúo cuya melodía –quien más quien menos– ayer todos salieron entonando del Colón.