La tempestad, esa isla de traiciones, naufragios y sortilegios
La tempestad, coreografía de Mauricio Wainrot sobre William Shakespeare. Música: Philip Glass. Por el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín. Dirección: Andrea Chinetti; codirección: Diego Poblete. Reposición coreográfica: Chinetti, Poblete, Elizabeth Rodríguez y Melisa Buchelli. Escenografía, vestuario y dirección de arte de video: Carlos Gallardo. Compaginación musical: Gustavo Dvoskin. Iluminación: Alberto Lemme. Multimedia: Ramiro Fernández, Javier Mrad y Diego Primero. Teatro General San Martín. Funciones: martes y miércoles, a las 20, hasta el 7 de agosto.
Nuestra opinión: Excelente
¿Por qué Shakespeare instala en una isla lejana, en La tempestad, a tantos seres notables, tan disímiles? Un móvil podría ser el peso de una crisis de la civilización. ¿Será la misma inquietud la que en 2006 impulsó a Mauricio Wainrot, coreógrafo prolífico y proclive a asuntos comprometidos (la historia de Ana Frank, las consecuencias del desastre nuclear de Chernobyl en After), a adaptar la pieza teatral al lenguaje de la danza con el Ballet Contemporáneo, que el propio coreógrafo dirigía entonces? Es probable. Las crisis despuntan, transmutadas, en todas las épocas. La pieza tuvo dos versiones en Francia (2012 y 2017) y una reprise en su sede de origen en 2018: es evidente que el interés perdura. Tal vez porque las crisis reaparecen.
La misma compañía oficial, ahora dirigida por Andrea Chinetti y Diego Poblete, la repone con leves pero beneficiosas variantes (un intervalo que alivia la hora y tres cuartos de su extensión, por ejemplo). Hay, además, un vigoroso empeño interpretativo en el renovado elenco de esta obra, una de las más ambiciosas creaciones de Wainrot, un periplo de iniciación en el que se enfrentan fuerzas opuestas: la traición y la ambición por el poder, por un lado, y la comprensión, la amistad y el perdón, por otro. Todo, a través de figuras alegóricas tanto de la luz como de las tinieblas.
Asumido con aplomo y firmeza por Rubén Rodríguez, Próspero escribe y lee, y sus criaturas también; suerte de mago, su saber iniciático le confiere –en esta versión- el poder de proyectar los seres de su entorno. A su lado está su hija Miranda, a la que Ivana Santaella transmite un indispensable candor. Ambos han llegado a la isla después de la traición de Antonio, el hermano de Próspero que los ha empujado al mar. Ariel, ser asexuado, asistente del mago (otra creación suya), en esta puesta se desdobla en cuatro, según la concepción del coreógrafo. Uno de ellos, el principal, desgrana su accionar sutilmente ambiguo en la intangible calidad de movimiento que le confiere Flavia Di Lorenzo. En dúo con él/ella, Rodríguez se permite atrevidas acrobacias. A lo largo de la minuciosa introducción de la pieza, la música de Philip Glass imprime una seductora dinámica. En saltos ambientales, la acción deja ver momentos del lejano ducado de Milán (de donde han sido expulsados el mago y su hija); allí, siete parejas caracterizadas con rasgos expresionistas despliegan seductoras formaciones grupales.
La inagotable variedad de figuras coreográficas que se suceden vertiginosamente en algún momento se ve reforzada, como en un clímax pasajero, por la ambientación del mar embravecido y los naufragios. En ese clima de aventura a lo Salgari –mar embravecido y naufragios- juegan las sobrias estructuras escénicas (tres mega ventiladores que remiten a los huracanes), reforzadas por la multimedia (el oleaje embravecido, filmado en blanco y negro), aciertos de la ambientación concebida por el recordado Carlos Gallardo. Un reconocible pasaje de Koyaanisqatsi corrobora la acertada elección de Glass como sostén sonoro.
El segundo acto depara la presencia de seres del otro lado de la civilización, el “salvaje” Calibán y su madre, la bruja Sycorax (personaje incorporado a la escena por Wainrot). Adriel Ballatore encarna al arquetípico Calibán, apelando a una deliberada –y esforzada- desarticulación corporal. Hay que subrayar su dúo con Miranda, secundados por un aquelarre de figuras simiescas. Con sensualidad vigorosa e incitante, impacta la experimentada Carolina Capriati como Sycorax; en un cuarteto con los Arieles, protagoniza un exultante cuadro de figuras coreográficamente enlazadas. En contraste, el dúo de Miranda y Fernando (Benjamín Lameiro, en el rol del hijo de Alonso, el rey de Nápoles), depara un paréntesis de sosiego, entre tanta movilidad, respaldados por siete figuras femeninas que diseñan el momento más neoclásico de la pieza.
Otro dúo sentimental, el de Próspero con su mujer (otro de los personajes agregados por el coreógrafo, asumido sobriamente por Eva Prediger), preludia los instantes finales, esa apoteosis de la expiación con un poder que Shakespeare le concede al mago, a fin de equilibrar los desajustes de las venganzas.
La reposición que emprendieron Chinetti y Poblete con sus asistentes, Elizabeth Rodríguez y Melisa Buchelli, depara un espectáculo que, atenuando su abrumadora duración y la complejidad de algunos pasajes, logra una decantación que apunta a mejorarlo. Queda intacto, no obstante, ese vendaval de danzas con el que Wainrot enhebró, con su inocultable inclinación a lo teatral, alegorías y arquetipos, esos que, con sus naufragios y sus sortilegios, han marcado secularmente a la cultura occidental. A pesar de sus crisis (eso sí) o como antídoto contra ellas.