Mi temporada como la adúltera del momento

Mi temporada como la adúltera del momento (Brian Rea/The New York Times)
Mi temporada como la adúltera del momento (Brian Rea/The New York Times)

ESTABA TRATANDO DE VIVIR UNA EXPERIENCIA Y TERMINÉ TENIENDO UNA VIDA.

Enrique estaba casado, así que no debí haberme sorprendido cuando me dejó. Pero me quedé atónita y dolida. Con el corazón roto, me senté demasiado fuerte en el excusado y rompí la tapa.

“Se rompió bajo el peso de mi autocompasión”, contaba a mis amigas, agradecida por tener una historia divertida que contar. Mi vida podía ser más una comedia de enredo que un drama lúgubre. Sabía que iba a llegar a esto, así que ¿por qué me sentía tan mal?

Su matrimonio era nuestro mayor obstáculo, pero no el único. Él vivía en Buenos Aires; yo estaba allí temporalmente con una beca. Él era miembro de la generación X; yo, una milénial, y 14 años más joven. Yo era monógama en serie; él decía que su matrimonio estaba “en crisis”.

Yo estudiaba Psicoanálisis, pero no hacía falta ser muy experta para entender esa frase como el simple deseo de un hombre casado de acostarse conmigo.

Además, había conocido a su mujer, y era maravillosa, más en onda de lo que yo podría llegar a ser, pero cálida, ingeniosa y una gran artista. Lo había visto rodearla tiernamente con el brazo mientras se alejaban. Seis meses antes, me habría dado por vencida y me habría mantenido alejada, incapaz de imaginar un escenario en el que yo no fuera la villana. Pero vivir en Argentina había trastocado mis certezas sobre los argumentos de las historias de amor.

En Nueva York, se me daban bien las citas. Reconocía las señales de alerta, entendía los motivos, sabía cómo decir lo que quería, sabía cuándo huir. Claro que llevaba años soltera, pero era una mujer que sabía todo lo que había que saber de los romances.

En Argentina no, donde todos mis pretendientes parecían estar a la caza de la “Wild American Girl”, una especie exótica y liberada. Me empujaban contra los libros de teoría crítica de mi escritorio y me susurraban: “Me encanta lo salvaje que eres”.

Darme cuenta de que no estaban realmente interesados en mí era doloroso, pero al menos conseguía unas cuantas anécdotas que compartir con mis amigos, un principio y un final sin ninguna de las tediosas esperas que hay en medio. Narraba mi vida como una participante desconcertada, arrastrada a situaciones cada vez más salvajes.

Y entonces apareció Enrique, cuyo deseo por mí era tan evidente como su anillo de boda. Era tan transparente que pensé que debía ser un experto en engaños. Solitaria y frustrada, pensé: ¿por qué no? Acabaría mi año en el extranjero siendo la adúltera del mes. Me trataría con pasión, pero a distancia. Todo acabaría cuando subiera al avión para regresar a casa, una historia más. Mis amigas se reirían, escandalizadas. Sería como una de esas novelas francesas, o como “Comer, rezar, amar”. (Por aquel entonces, yo no había leído ni novelas francesas ni “Comer, rezar, amar”).

Hicimos inevitable nuestro primer beso después que trasladamos nuestros encuentros de los simposios académicos a los cafés y luego a mi departamento. Pero el roce inicial de sus labios, entrecortado y suave, me provocó ondas de choque. La respuesta de mi cerebro aguafiestas fue gritar: “Ay, no, esto es mucho más que una aventura”. Y: “Ay no, Enrique está temblando”.

“No he besado a nadie excepto a Paola desde que nos juntamos”, comentó.

Y hasta ahí quedó mi Lothario imaginado. Resultó que su matrimonio estaba en crisis; él y Paola habían estado reevaluando su relación durante meses, pasando la mitad del año separados mientras trataban de averiguar qué hacer a continuación.

La historia superficial en la que pensé que estábamos se deshizo cuando me trató con la misma ternura que le había visto usar con ella. Estaba acostumbrada a andar con cuidado, evitando ser necesitada o agobiante. Pero cada vez que me preocupaba haber dicho demasiado sobre cómo me sentía, Enrique pedía más. Después de escuchar historias de mis desventuras saliendo con argentinos, comenzó a explorar nuestras diferencias culturales, y en un momento me preguntó si debía ver “Girls” para comprender mi cosmovisión milenaria.

Le dije que “no”, pero me encontré leyendo obras de teatro que él había escrito para tratar de entenderlo mejor.

El asunto continuó con nosotros alternativamente aturdidos y aterrorizados. Nos escribíamos mala poesía, charlábamos tarde en la noche. Paola se dio cuenta de la situación en cuestión de semanas y lo ayudó a encontrar un nuevo departamento.

No fue hasta que me dejó que me di cuenta de cómo había perdido el control completamente. Habían pasado seis meses desde nuestro primer beso, tres desde que se mudó de su departamento compartido, dos desde que regresé a Nueva York. Durante todo ese tiempo, me permitió ver posibilidades en lugar de catástrofes al final de nuestro arco iris.

Había sido una elección tonta y loca, pero honesta. Estaba segura de que él también había sido sincero. No me preocupaba que todo hubiera sido un juego para él; que mi maldito corazón, de todas las cosas, me engañó para que me enamorara.

Su matrimonio había terminado. Dijo que necesitaba tiempo para llorar su final, para encontrarse a sí mismo. Pero no podía dejar de pensar que, si nos hubiéramos conocido un año más tarde, le habría parecido bien que me quedara a su lado mientras su dolor seguía su curso. Nuestra aventura había sido un síntoma del fin de su matrimonio, no la causa. Abandonar lo que habíamos encontrado juntos porque sucedió en el momento equivocado me parecía la historia más tonta y triste posible.

Así que, diez días después de que él terminó la relación, le envié un correo electrónico. No fue una decisión que la versión anterior de mí —la segura, la que sabía todo lo que había que saber— habría aprobado. Pero había dejado atrás a esa persona. Quizá había pasado demasiado tiempo jugando a ser inepta en Argentina. O tal vez ya no estaba dispuesta a cambiar la mejor compañía que jamás había tenido por el frío consuelo de haber tomado la decisión segura.

La historia que conté en aquel correo electrónico era poco halagadora. No aportaba ninguna ocurrencia con la que agasajar a mis amigas. Se reducía a esto: si quieres, puedo esperarte.

Al día siguiente, escribió: “Tardaré mucho”.

Esperar da lugar a una mala historia. Esperar no entretiene a tus amigos tomando copas. Pero seis meses después de dejar Buenos Aires, me subí al avión que me trajo de vuelta con Enrique. Estaba dando el primer paso hacia el resto de mi vida o dándolo todo por una apuesta condenada al fracaso, y quizá durante mucho tiempo no sabría cuál de los dos caminos había tomado.

Nuestra ruptura había durado poco, pero cambió el modo en que avanzábamos en nuestra relación. Nuestro amor se convirtió en una historia que Enrique y yo nos contábamos día a día. Yo no podía fingir que él era solo mi aventura salida de una mala idea; él no podía fingir que yo era solo un remedio insuficiente para la pena que le causó la pérdida de su matrimonio.

Nuestra exploración mutua nos llevó a plantearnos cuestiones más profundas: ¿cómo gestionábamos la ira? ¿Cómo gestionábamos los celos? Le encantó mi insistencia en programar las relaciones sexuales en lugar de esperar a que surgiera el deseo. Me sorprendió que, cuando surgieron mis celos de Paola, los tomara como algo natural y no amenazador. Estar atrapados en el limbo mientras él procesaba el final de su matrimonio a veces nos resultaba difícil, pero estábamos haciendo nuestra propia historia. Pasó un año, y luego otro.

¿Cuando Paola le dijo a Enrique que se había ido a vivir con su novio, significaba que tendríamos un final feliz para nosotros? ¿O cuando le sugirió que había llegado el momento de divorciarse, tres años después de su separación? ¿Qué significó cuando los puntos de inflexión empezaron a parecerse más a comienzos que a finales? La noche que me declaré. Nuestra boda. El nacimiento de nuestro hijo.

Los comienzos y los finales son buenas historias. Pero diez años después, la mayoría de nuestros días son solo la mitad: desayuno, trabajo, baño del niño y una hora robada al sueño para desplomarnos sobre el sofá, el uno con el otro. Estamos inmersos en la parte de la historia que queda fuera de la narración final, deleitándonos juntos.

Pero sé que esta historia no puede acabar en la mitad, así que terminaré con un recuerdo de finales de 2020 que sentí, incluso entonces, como una especie de destino: Enrique, nuestro hijo Elías, Paola y yo sentados en una manta de picnic en un parque de Buenos Aires. Paola está dibujando a Enrique, como hizo tantas veces durante su matrimonio. Elías prueba por primera vez el panettone. Más tarde daremos de comer a la carpa gigante del estanque. Paola volverá a casa en bicicleta y Enrique y yo cargaremos a nuestro hijo en la sillita del coche.

Pero por ahora no hablamos de nada. Respiramos el aire de finales de primavera, aún no cargado por la humedad del verano de Buenos Aires. Se acerca el nuevo año, que promete un cambio. Esperamos juntos.

© 2022 The New York Times Company