Arnold Schwarzenegger toma por asalto el streaming: músculos, acción, política y la infancia recuperada
Noticia: Arnold Schwarzenegger -después de Stallone, después de Bruce Willis, después de Jean-Claude Van Damme o Chuck Norris- se incorpora al streaming (en Netflix) con doble programa: la serie Fubar y el documental Arnold. Lo que no es noticia es que el hombre permanezca incorporado sin ningún problema, con humor constante, en el flujo del tiempo -el tiempo de la cultura pop, que incluye desde hace mucho la política- con una comodidad absoluta. Paso a paso, a los golpes en más de un sentido, Arnold es el definitivo self made man y la encarnación más contemporánea del Sueño Americano. Es, además, la demostración más clara de que la cultura audiovisual de los EE.UU. es la matriz definitiva de la modernidad, y si bien es cierto que la declaración puede parecer peregrina, no es menos cierto. Arnie es espectáculo y, a través de él, alcanzó incluso la cima de la política (y quién les dice que no termine como presidente de su país). Y no hay momento en su carrera que uno no pueda ver con una sonrisa.
Arnold Alois Schwarzenegger es austríaco, y nació en 1947. Es decir, en un mundo destrozado por la Segunda Guerra Mundial y en un país específicamente señalado como “nazi”. Bueno, como su padre, con el que jamás se llevó bien y cuyo pasado fue investigado -a pedido del propio Arnold- por el Centro Simon Wiesenthal. Parece que no hizo nada atroz, salvo querer bastante poco a su hijo, a quien castigaba físicamente. De algún modo, Arnold lo comprendió (aunque es dudoso que lo haya perdonado), aunque no asistió a su funeral. Católicos de comunión semanal, los Schwarzenegger eran estrictísimos a la hora de educar a sus dos hijos (el hermano Mainhard murió en un accidente en 1971). Ergo, estaba perfectamente dotado para las durezas del entrenamiento como fisicoculturista, que comenzó a practicar a los 15 años, bajo el lema de llegar a ser “el hombre más fuerte del mundo”. Más allá de la anécdota de que practicó varios deportes (fútbol, entre ellos) y de que un profesor de gimnasia lo llevó a las pesas por primera vez, el dato más importante es que se inspiró en forzudos que veía en el cine, como el central Steve Reeves, básicamente su nuevo norte. Reeves no solo fue campeón de fisicoculturismo sino que, en la pantalla grande, fue Hércules en una serie casi interminable de películas clase B rodadas entre los EE.UU. y Europa, los famosos y a veces absurdos péplums, esas “de romanos” que inundaron la imaginación de aquellas décadas en todo el mundo. Arnold es, como Truffaut, como Spielberg, un hijo del cine.
Las durezas de la infancia lo llevan a un plan de fuga: siempre quiso irse de Austria. La competencia lo llevó a los Estados Unidos, donde logra su sueño de convertirse en Mr. Olympia, algo así como la Copa del Mundo de ser forzudo. “El hombre más fuerte del mundo”, finalmente desde 1970 (repitió un par de veces), con apenas 23 años. El cine empezó casi en seguida: primero como una de las figuras del documental Pumping Iron y, más tarde, como -casi- él mismo, en Stay Hungry, su debut como actor. La película es una comedia dramática sobre agentes infiltrados en un gimnasio al que un empresario inescrupuloso quiere demoler. El protagonista es Jeff Bridges, la chica es Sally Field y el director, Bob Rafelson. Tremendo cast, amigos, y la película es muy buena. Pero lo que destaca es el personaje de Joe Santo (Arnie, claro), bodybuilder ingenuo y un poco brutal que entabla una relación perfecta, en la pantalla, con Bridges. Es cierto, pronunciaba el inglés como un caballo con neumonía, pero el único premio grande que obtuvo la película fue el Globo de Oro a la promesa actoral (entonces se daban premios de debut) para don Arnold Schwarzenegger. El primer piso triunfal de las pesas y los músculos quedó atrás y Arnold iba a por el segundo en el edificio: el cine.
En realidad no era un “debut”: había hecho una clase B llamada Hércules en Nueva York donde le doblaron todos los diálogos porque el acento era imposible. Había aparecido sin hablar en la adaptación de Robert Altmann de El largo adiós, con Elliot Gould. Se probó para ser El increíble Hulk de la serie televisiva (rol que se llevó su eterno contrincante en el forzudismo, Lou Ferrigno, aunque ¿quién no hubiera querido ver a Arnold de verde?) y después de Stay Hungry apareció en una película con Kirk Douglas que no vio ni Michael Douglas (Cactus Jack) y como uno de los maridos de Jane Mansfield en la biografía de la estrella. No mucho más para un laureado con el Globo de Oro hasta que llegó Conan, el bárbaro, en 1982.
John Milius, cualquier cinéfilo lo sabe, está loco pero es un guionista y cineasta impresionante. Se lo describe como “fascista”, aunque él mismo se describe como “anarquista zen”. Exbeatnik, exsurfer, autor de Apocalypse Now! y un par de Harry el sucio, con Conan, el bárbaro logró su mayor éxito como director y transformó a Arnold en estrella. Adaptación de las brutales novelas de espada, brujería y sexo escritas por el ídolo pulp Robert E. Howard, la película es seca, monumental, un montón de músculo y filosofía en un mundo de bárbaros y hechiceros. Ahí ese monumento al músculo, ese rostro cuajado de mandíbula amenazante que era el joven Schwarzenegger cuajaba justo. Ahí aprendió a actuar con el cuerpo: vean cómo se mueve con pesadez y autoridad al mismo tiempo, en tensión constante. Una especie de John Wayne hipertrófico en consonancia con la gigantez del cine de los ochenta que este filme, de algún modo, inauguraba.
Dos años después llegó Terminator. Hoy no existe crítico que no crea que es una obra maestra y en gran medida lo es porque James Cameron supo comprender que Schwarzenegger era precisamente una máquina (esa máquina que, contra todo, se había hecho a sí mismo “el hombre más fuerte del mundo”) y eso es lo que otorga la constante sensación de miedo que genera la película. El tipo que no se detuvo nunca es el personaje que no se detiene nunca. Mérito de Cameron. Mérito de Schwarzie, también, que entendió que su anacrónico personaje del futuro era, además, una ironía. “I’ll be back” no solo es una de las grandes frases del cine, uno de los grandes one-liners, sino toda una definición de Schwarzenegger.
Después vino Depredador, de John McTiernan justo antes de ser el realizador de Duro de matar. Un mercenario (es obvio que se trata de un “contra” en la guerra civil de El Salvador, esos tipos mandados ilegalmente por la administración Reagan) que se encuentra con un ET en lúdico viaje de esparcimiento dedicado a su hobby favorito, la cacería. Lo que hace la película es diluir lo político hasta decir, irónicamente, que carece de importancia ante lo básico: la lucha del hombre por la supervivencia. El final, muy a lo Apocalypse Now!, va por ese lado. Y otra vez, es Arnold el sello: se necesita una presencia humana demasiado humana para que todo lo demás, el puro discurso (la película además parodia el cine de acción “yanqui” de esos ochentas rimbombantes) y los cuerpos inflados queden en ridículo. Si uno ve todas las películas de Schwarzenegger, comprenderá que en más de la mitad se tomó en solfa a sí mismo.
No solo en las tres comedias que hizo con Ivan Reitman (Un detective en el kinder y dos geniales con Danny DeVito: Gemelos y sobre todo Junior, donde interpreta a un hombre embarazado y tiene un gran dúo cómico-romántico con Emma Thompson) sino en Terminator 2 (su mayor éxito, donde el androide se vuelve bueno y hasta tierno) y Mentiras verdaderas (una parodia del “jamesbondismo”) de James Cameron y en la hermosa pero fracasada El último gran héroe, de McTiernan, donde es al mismo tiempo Schwarzenegger (cuando es “él mismo” se autoparodia hasta la crueldad) y un emotivo y torturado (por los guiones, por el cine mismo) personaje de armas tomar muy “a lo ochentas”. Esa película es central para marcar una frontera a un subgénero (el de los Rambo y los Terminators) crecía alimentado por la era Reagan pero, a la distancia, eran su comentario satírico, a veces hasta la crueldad, cuando el actor era Stallone, Willis o, central, Schwarzenegger.
Dejemos de lado sus anteriores matrimonios y vayamos al importante, con la sobrina de JFK, Maria Schriver. Ella era famosa por sí misma -periodista de TV- y Arnold no solo construyó un hogar con ella (cuatro hijos) sino que se acercó a la política lo suficiente como para iniciar una carrera. Por supuesto, republicano (acompañó la campaña de George W. Bush) y con un discurso más bien conservador. Las relaciones, el buen trato y la diplomacia del hombre sonriente que se hizo a sí mismo lo llevaron a ser gobernador de California en 2003, un estado que tiene un PBI de varias veces varios países latinoamericanos (si fuera un país independiente, sería la décima economía del mundo) sin un auténtico plan de gobierno. Pero pasa algo interesante con él: si bien al principio tiene una agenda demasiado conservadora (vetó el matrimonio igualitario) pero fue comprendiendo y volviéndose un poco más sabio, un poco más humano en el cargo (luego derogó la prohibición). Fue reelecto en 2006 y su agenda fue bastante más “demócrata” aunque siempre apoyó a su partido.
El Arnold político, aparente outsider, es alguien que acompañó los cambios de su comunidad, un Terminator I que, por comprender mejor la realidad, se volvió un Terminator II. Basta con ver, hoy, sus videos en Twitter sobre asuntos políticos como -central- la invasión rusa a Ucrania para comprender que, como los personajes clásicos del cine de Hollywood, la cosa no es tener tal o cual ideología sino estar del lado (moral) correcto. Es cierto: también es humano. El escándalo en 2011 de su hijo que tuvo con su empleada doméstica lo llevó al divorcio con Shriver y bajó algo sus acciones. Pero nunca lo ocultó y se hizo cargo públicamente del asunto. No cambia el hecho pero mitiga el error ante quienes lo ven como una especie de ejemplo. Esa dimensión permite pensar que Arnold será siempre visto como un tipo cabal, como sus personajes monolíticos de los 80, década de la cual es resumen y símbolo.
Fubar ya está disponible en Netflix; Arnold llegará a la plataforma el 7 de junio.