Ofelia: no culpes al futbol
(Parte 1 de 4)
Durante mi juventud cometí cientos de errores, miles quizás, pero probablemente los más costosos han resultado ser aquellos que tuvieron que ver con escoger una profesión. En algún momento de mi ingenua vida pensé en estudiar Relaciones Internacionales. No me pregunten por qué. Uno de los requisitos de inscripción que ponía la universidad a la que me interesaba entrar era hablar con fluidez tres idiomas y, como suelo complicarme la vida de más, escogí el japonés como tercero. Sí, fue tan difícil como se puede suponer y un producto de la inexperiencia el pensar que podría dominar esa lengua en los meses previos a terminar el bachillerato.
En fin, estudié japonés un tiempo y en aquellas clases conocí a Ofelia, una chica de mi misma edad, que coincidentemente había entrado al grupo por las exactas mismas razones que yo. A pesar de que era muy diferente a mí, conservadora y religiosa, nos hicimos amigos y se convirtió en una de las pocas motivaciones para acabar el curso. Ofelia, que era el tipo de alumna con la que cualquier maestro sueña, se tomaba el tiempo para ayudarme a estudiar, pero, pese a su esfuerzo, al terminar el primer trimestre reprobé el examen escrito y no me volví a inscribir. Sin el pretexto de las clases de japonés, también le perdí la pista a Ofelia. Yo desistí de la idea de estudiar Relaciones Internacionales y, en lugar de enderezar el camino hacia algo más afín, entré a Economía.
Entre esas decisiones juveniles también me hice aficionado al Atlas de Guadalajara —por favor tampoco pregunten por qué—, equipo de futbol cuyo único campeonato se dio en 1951 y desde entonces ha protagonizado un sin número de fracasos. No obstante, me gusta ir a ver al equipo cada vez que visita a alguno de los clubes capitalinos. Uno de esos domingos, cuando fui a ver un Pumas contra Atlas, me reencontré con Ofelia.
—¡Qué sorpresa verte aquí! —me dijo al verme afuera del estadio—. ¿Y tú playera de Pumas?
—Le voy al Atlas —contesté.
—Eso es aún más sorprendente. Te presento a Paco, mi novio.
Estreché la mano de Paco, quien no me quitaba la mirada de encima.
—Buena suerte —dijo él amenazante—. Los vamos a apalear.
—No le hagas caso —intervino Ofelia—. Es muy apasionado.
Después de nuestro encuentro en el estadio, pronto me enteré que la intimidación de Paco era solo parte de una complicada obsesión que estaba marchitando su relación con Ofelia.
—Tú eres hombre, ¿te puedo preguntar algo? —me dijo Ofelia una noche que salimos para ponernos al corriente de nuestras vidas.
—Seguro —respondí.
—¿Qué prefieres, tener sexo o ver un partido de futbol? —preguntó.
—Depende de quién juega —dije yo.
—No lo puedo creer, todos son iguales —expresó Ofelia decepcionada.
—¿Por qué lo dices? —indagué.
—Paco, mi novio, parece estar más enamorado de su equipo de futbol que de mí —me explicó—. Mira, hace poco nos mudamos juntos y la cosa iba muy bien, hasta que empezó la temporada. Ahora solo me ignora. Los fines de semana no se separa de la televisión, ve todos los partidos de todas las ligas y, entre semana, cuando vuelvo del trabajo, lo encuentro mirando los resúmenes en la tele. Los días que no tiene nada que ver juega futbol en el Playstation.
—Y, ¿siempre ha sido así? —pregunté.
—No —reconoció Ofelia—, se ha agravado con el tiempo.
Le expliqué que en mi experiencia, el futbol, y en general el fervor que despiertan los deportes, no es la mejor complemento de una relación romántica. Más de una vez me he peleado con diferentes novias porque no logran entender la devoción que genera un partido o un equipo. Al respecto he formulado varias teorías, pero la que mayor sentido me hace tiene que ver con que muchos hombres aún cargamos con una espinita bélica en nuestro ADN, que nos hace capaces de pintarnos la cara con los colores de la tribu a la que pertenecemos, para enfrentarnos con la de al lado y defender algún tipo de supremacía territorial. La diferencia es que en lugar de lanzas y piedras ahora se usan balones de todos tipos. En el caso de Paco, había otra explicación.
La siguiente vez que vi a Ofelia me platicó que cortó con su novio y que se fue de la casa. Ahora rentaba un departamento con una amiga y trataba de empezar una nueva vida. Al igual que yo, Ofelia tampoco estudió Relaciones Internacionales, en cambio se tituló de Ingeniería Química y encontró trabajo en una ONG que hacía investigación medio ambiental.
—¿Sabes? —le dije volviendo al tema de su ahora exnovio—. No lo cortaste por su obsesión al futbol.
—Claro que sí —afirmó.
—No, lo cortaste por el terror que le generaba vivir contigo. Él no quería dar ese paso y se refugió en un deporte para evadir la realidad. No culpes al vehículo, culpa al conductor.
Ofelia bajó la mirada y reflexionó por un instante.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Sí, es sólo que creo que debo una disculpa —contestó en voz baja.
—¿A Paco? —dije extrañado.
—No, a mis Pumas —aclaró Ofelia—. Iré el domingo al estadio a hacer las paces con ellos.
(Continuará el próximo martes...)
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