El corazón del daño: una experiencia hipnótica con una actuación luminosa de una memorable Marilú Marini

Marilú Marini en El corazón del daño, de María Negroni, en El Picadero
Marilú Marini en El corazón del daño, de María Negroni, en El Picadero

El corazón del daño. Libro: María Negroni. Elenco: Marilú Marini. Escenografía, vestuario e iluminación: Oria Puppo. Sonido y música: Diego Vainer. Producción general: Eloísa Canton y Bruno Pedemonti. Dirección: Alejandro Tantanian. Sala: Teatro Picadero, Enrique Santos Discépolo 1857. Funciones: de miércoles a sábados, a las 20; los domingos, a las 18.45. Duración: 60 minutos. Nuestra opinión: muy buena

Voy a crear lo que me sucedió, decreta Marilú Marini, toda vestida de negro y con zapatillas rosa chicle, apenas un par de minutos antes de entrar por un costado del escenario, saludar al público, mencionar algo sobre los celulares y decir -como Clarice Lispector en La pasión según GH- que va a crear lo que vamos a ver: definición de arte y promesa de acción que apuntan mucho menos a la verdad de los contenidos que a los de la forma. A partir de ese momento, somos espectadores de cómo el lenguaje construye una historia o, más precisamente, cómo una actriz se apodera de ese lenguaje y lo transforma en escena.

Como si pasara a otra instancia (¿la teatral?), después de esta presentación se ubica detrás (¿o dentro?) de un gran marco de portarretratos donde hay una mesa larga, un par de sillas, una muñeca antigua, un cuaderno, una bolsa colgada (de la que sacará más tarde otros objetos: un revólver, un lápiz de labios, un espejo) y otro portarretratos, con su propia foto. A su espalda hay una pantalla que ocupa todo el fondo, y que adoptará distintos colores. El diseño de escenografía, al igual que las luces y el vestuario, pertenece a Oria Puppo. Un detalle: habitual colaboradora de Alejandro Tantanian, para otra obra del director, Almas ardientes, escrita por Santiago Loza, en el teatro San Martín en 2014, también había puesto en escena un portarretratos gigante.

En mi casa no había libros, dice la intérprete, ya sentada y de frente al público para comenzar el viaje en primera persona acerca de la relación nunca sencilla pero siempre irrepetible de una hija con su madre. Relación fundante porque se trata de la ocupación más ferviente y más dañina de mi vida: nunca amaré a alguien como a ella, cubierta de cicatrices y ecos de gritos y ahogos del “ángel asmático” con quien se crió. Y a quien le debe a su pesar el nacimiento de su propia escritura. Si la literatura es una forma elegante del rencor, tal vez este texto encierre, después de años de experiencias, un homenaje a esas huellas.

La fragmentación de materiales sigue cierto orden temporal, desde la infancia a la adultez. Si bien hay elementos autobiográficos, no es ese el foco ni en el libro ni en la obra que adaptó el director junto con Puppo y la autora: no hay ninguna cercanía al biodrama, docudrama, teatro documental o cualquiera sea la nomenclatura para estos formatos sobre las vidas reales en escena.

Aunque cualquier espectador podría identificarse con este vínculo y con las palabras elegidas por Negroni para describirlo, la propuesta de Tantanian es distante. No busca la emocionalidad sino la hipnosis y atención extrema que genera el texto en la voz y el cuerpo de la actriz para la que pensó esta obra: es la tercera vez que trabajan juntos después de Todas las canciones de amor (Paseo La Plaza, 2016) y Sagrado bosque de monstruos (Teatro Nacional Cervantes, 2018).

En esta creación anunciada desde el inicio, las palabras son de una precisión tan bella como opaca. No sucede nada extraordinario entre hija y madre, no hay grandes sucesos sino que todo reside en cómo cada detalle se transcribe, cómo es construido. La adaptación es fiel a la novela pero lo que puede ser leído en un bar ante un café no resuena igual en un escenario donde el cuerpo, la luz, el espacio, la música y el público también dicen. La respuesta encontrada por el director y la actriz fue acercarse a una artificialidad emparentada con Samuel Beckett, autor conocido por Marini. Hay un guiño a Winnie, de Los días felices (que interpretó en el San Martín hace un par de décadas), pero no más que eso. La protagonista es un personaje activo, que transforma su sufrimiento en acciones concretas (irse de la casa, por ejemplo) y por supuesto, en escritura. Si el daño tiene un corazón, para sanar había que arrancarle su síntesis poética.

En una nota, el escritor mexicano Juan Villoro dijo que su madre era la gran dramaturga de su vida. La referencia termina ahí, solo con el fin de señalar la fuerza del vínculo maternal plasmado a fuego en el lenguaje: como lo dicen Marini/Negroni, la madre fue la guardiana de la joyería verbal”. Y en esas joyas reside el despliegue de esta actriz única, luminosa, que se impone con solo aparecer y atravesarnos a todos con su don sabio, el de la comprensión profunda de lo que hace, verdad teatral en estado puro. Tiene razón Tantanian cuando recomienda que, al menos una vez en la vida, hay que verla actuar a la Marini.