Dorar la píldora
Mónica Lavín
EL UNIVERSAL
Desbrozar el pasado
Abro un baúl intocado hace años, donde es preciso forzarla cerradura porque quién sabe dónde está la llave. Me topo con esos retazos de la que fui.
Mi madre decía que Rosario Castellanos arreglaba los clósets y armarios en el mes de enero, que era una manera de empezar el año. Ella misma, Rosario, también seguía sus pasos y yo tiendo a hacer lo mismo en enero. No he encontrado el texto donde aparece esa afirmación, en cambio me topé con el poema "Economía doméstica", donde la escritora alude a la regla de oro que aprendió de su madre: un sitio para cada cosa, y cada cosa en su sitio. Y, sin embargo, hay cosas que no se sabe dónde poner: Un llanto que no se lloró nunca, una nostalgia de que me distraje, un dolor del que se borró el nombre, un juramento no cumplido, un ansia que se desvaneció como el perfume de un frasco mal cerrado, y retazos de tiempo perdido…
Abro un baúl intocado hace años, donde es preciso forzar la cerradura porque quién sabe dónde está la llave. Me topo con esos retazos de la que fui. La memoria del tiempo documentada y la falta de tiempo para volver a ella. Me pregunto por qué guardar. ¿A quién le interesarán mis libretas escritas año con año, el recuento de mi vida con detalles y emociones, con lo que era verdad en su momento? ¿Por qué guardar cartas y poemas sin firma? Y ahí el recuento escolar, los diplomas, las calificaciones, el Kínder Condesa, el campamento de Camomila, las cartas de las amigas, las postales, la nota en el periódico de Oregon de aquel verano tan lejano en que estuve con una familia y mi visita como mexicana fue reporteada en el pueblo. Mi primer enfrentamiento con el no pareces mexicana. El primero con qué es ser mexicano, con la distancia, con la familia, con lo otro. Posibilidad de mirar desde lejos. ¿Qué guardar y qué tirar? El álbum del bebé que mi madre construyó para que tanto tiempo después pudiera mirar sobre todo a mis padres recibiendo y nombrando a una recién nacida para darle los aprestos y procurar sus cuidados, orientarla en la vida y descubrirla. Rescato de esa memoria en un álbum rosado y antiguo una revelación de mi madre sobre mí: es arisca y poco cariñosa. Me quedo dando vueltas a las formas en que expresamos el cariño, y en cómo somos vistos. Tiro, pero me detengo, arremolinada en momentos de la que fui. ¿De qué desprenderse? Mi diario de cuero rojo con cantos dorados, regalo de los 14 años, de impecable caligrafía con pormenores aburridísimos no puede ir a la basura. Era una ceremonia privada escribirlo cada noche. Y me encuentro una parte de una novela escrita a mano en el cuaderno Scribe a los 13 años. No creo leerla.
En el baúl de la cerradura que forcé, temerosa de que saltaran cucarachas, está la vida antes de ser madre, la vida después de ser madre. Más papeles, objetos y fotos de familia. Emociones y pensamientos y datos en las libretas. ¿Para qué?, ¿acaso no la única memoria que importa es nuestra versión del pasado? Por lo menos esa versión tiene la cualidad de estar anclada en el presente. De ser vista desde ahí. Pasó por el tamiz del tiempo y por lo tanto de la edición y hasta de la ficción. ¿Por qué entonces los documentos, la letra escrita? Mezclado en las libretas-crónicas de la vida, los cuentos escritos a mano que destiló la máquina de escribir y algunos llegaron a libro. La vida entretejida, los amores, la familia, las amistades, los viajes. Ser escritora.
Me abismo entre tanto papel polvoso y no tengo muy claro qué hacer con esos retazos del tiempo en que me conozco mientras me desconozco. Tengo claro que alguien tendrá que disponer de esa memoria de nuestro camino y puede ser una tarea ingrata. Pero mientras vivamos, ¿qué hacer con la estela del tiempo transcurrido? No me atrevo a desbrozar.