Cuando Eva y Eva mordieron la manzana
Para celebrar el 20.° aniversario de Modern Love, volvemos a publicar cuatro ensayos “clásicos” de años anteriores que nos emocionaron de manera especial.
EN ESTE ENSAYO DE 2016, UNA ESCRITORA LUCHA POR CONCILIAR SU AMOR POR UNA MUJER CON SER ‘UNA BUENA CRISTIANA’.
Cuando te educan para ser una buena cristiana, no solo vas a la iglesia; sales con la iglesia. La iglesia es la pareja con la que pasas los fines de semana y las noches, el novio cuyos amigos se convierten en tus amigos, la novia con la que compartes todos tus sueños.
Yo era una buena cristiana, así que no solo salí con la iglesia, sino que me casé con ella.
Tras graduarme de una universidad del Medio Oeste cuyo lema es “Por Cristo y su Reino”, me mudé a la ciudad de Nueva York. Era la primera vez que salía del capullo evangélico y mi prioridad era encontrar una iglesia a la que pudiera amar, comprometer mi vida y convertirla en mi centro espiritual y social.
Mi búsqueda terminó en Brooklyn, donde encontré una iglesia de jóvenes creativos y profesionistas novatos que, como yo, buscaban una fe en la que no pesara tanto el fundamentalismo. Forjamos una rápida camaradería, incluso con nuestro pastor, que era tanto amigo y compañero como líder espiritual. Nos reuníamos en los bancos de la iglesia los domingos, pero también en bares y en las salas de nuestra casa durante la semana.
Pronto esta congregación se convirtió en mi persona amada. Tomé los votos de afiliación y empecé a dirigir un estudio bíblico, a enseñar en la escuela dominical, a asistir a reuniones semanales de planificación y a apuntarme a otras innumerables tareas. Me comprometí con esta iglesia con el vigor y la alegría de una novia reciente.
Como la mayoría de las solteras en mi situación, mi siguiente prioridad era encontrar un marido en esta iglesia. En el cristianismo existe una trinidad de amor. Al igual que el amor del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, en el seno del evangelismo también se enseña la santa trinidad del matrimonio: hombre, mujer, Iglesia. Así que cada semana escudriñaba los bancos de mi iglesia en busca de alguien con un dedo anular desnudo.
Un domingo, me fijé en una mujer nueva con chaqueta de ante, el pelo corto y oscuro recogido bajo un sombrero de ala. Nuestra conversación fue anodina y, sin embargo, me cautivó. Le lancé la invitación más evangélica: “¿Quieres venir a mi estudio de la Biblia?”.
Lo hizo. Luego vino a cenar. Después empezó a quedarse a dormir en mi sofá. Nos reuníamos para tomar café y whisky y al final dejamos de pensar en quién había pagado la cuenta antes. La convencí de que montar en bici en Nueva York no era demasiado peligroso, así que se compró una bicicleta en Craigslist.
Cuando se estrelló, ¡dos veces!, volvimos a mi apartamento, donde le limpié las piedritas de la piel y le vendé el tobillo. Luego, sin planearlo, fuimos a una exposición de arte gay y lésbico en un museo, y me vi obligada a pensar en nosotras. Pero no me permitía reconocer lo que era tan dolorosamente obvio.
Sin embargo, en los meses siguientes, cuando Jess empezó a guardar pares de zapatos en mi armario y a traer comida a casa para ampliar mi dieta de burritos congelados, no pude negar que me estaba enamorando. Y al darme cuenta de ello, me caí del séptimo cielo y me quedé mirando las llamas del infierno.
Al final, decidí que era momento de empezar a aceptarme a mí misma. Y de inmediato me retracté. Estaba en juego mi alma y mi identidad, toda mi visión del mundo y mi cosmología espiritual, mis relaciones con los amigos, la familia y Dios. La santísima trinidad de marido, mujer e Iglesia me perseguía incluso cuando se me escapaba de las manos.
Fue una crisis de proporciones eternas. Caí en un infierno de vergüenza y pánico. Mi miedo al infierno anuló cualquier capacidad de imaginar un futuro con Jess. Me lamenté de lo que los cristianos llaman mi “lucha contra la atracción hacia el mismo sexo”, pero seguía encontrando un placer incomparable en ella. Leí innumerables libros sobre la homosexualidad y, sin embargo, no lograba aclarar mi mente. Luchando por encontrar consuelo, me convencí a mí misma de que Jess y yo éramos solo amigas.
Eso funcionó hasta que una noche fuimos al ballet, la besé y me dijo que me amaba. Por primera vez, me sentí completa, amada, reconocida. Acostarme a su lado sanó mi pasado y mi presente. También confirmó mis peores temores. Me desperté aterrada. Necesitaba echar a Jess de mi casa y terminar con ella en ese instante.
Pero antes, teníamos que ir a almorzar. Se trataba de un almuerzo que no podíamos saltarnos: la despedida de un buen amigo.
A duras penas soportamos las largas mimosas y los huevos benedictinos mientras contemplábamos nuestras vidas que de manera catastrófica habían cambiado como después de que Adán y Eva se comieron la manzana, culpa absoluta. Por fin, tras pagar la cuenta, no hubo otro remedio que enfrentar nuestra realidad.
Mientras caminábamos, Jess se fijó en un vagabundo angustiado que estaba parado en medio del tráfico. Jess, que nunca ignora a los necesitados, lo llamó a la acera, donde el hombre empezó a contarle las heridas que la vida le había infligido. Jess escuchó pacientemente. Yo permanecí distante e incómoda mientras ella se ofrecía a comprarle algo de comer.
Cuando salieron de una tienda cercana, el hombre tenía una bolsa de comida, un café caliente y algo parecido a una sonrisa en la cara.
“¿Cuánto es?”, preguntó el hombre.
“No, nada. Es un regalo”.
“¿Cuánto?”, insistió el hombre.
“Bueno, está bien”, dijo Jess vacilante. “Un dólar”.
Metió la mano en la chaqueta, sacó un monedero, sacó cuatro monedas de 25 centavos y las puso en la mano de Jess. Luego se marchó.
Jess miró las monedas. “Estas monedas son lo más valioso que me han dado”, dijo. “Ni siquiera sé qué hacer con ellas”.
Durante la mayor parte de mi vida, me habían dado un montón de definiciones sobre el amor y las relaciones que eran fáciles de verificar con las Escrituras, igual que antes se confirmaba que la Tierra era plana mirando al horizonte. Pero al ver a Jess interactuar con este hombre, vi un nuevo horizonte, más complicado.
En Jess, vi el amor que Jesús predicaba, un amor sin condiciones y extendido a todos, especialmente a los olvidados, a los extraños. Jesús nunca mencionó la homosexualidad. Su visión del mundo no estaba tachonada de credos, crímenes ni desprecio; su esencia era amar a los marginados. Cada fibra del ser de Jess reflejaba esto. Ella encarnaba los atributos que más apasionaban a Jesús: compasión, bondad, justicia. ¿Cómo podía estar mal amar a alguien que amaba tan bien?
Sentí que mi estrecho marco religioso de dicotomías falsas y estrechez moral empezaba a derrumbarse. Lo que antes parecía una elección sombría entre perder mi alma o perder a mi amiga más querida era, en realidad, una lección de que el amor verdadero es lo único que podía salvarme.
Aún quedaba mucha confusión por delante. Muchas personas se oponían a nuestra relación e insistían en que si nos amábamos, no amábamos a Dios. Nuestro pastor era una de ellas. Primero habíamos acudido a él para confesarle lo que entonces considerábamos nuestra relación pecaminosa. Pero, con el tiempo, discutimos con él la evolución de nuestra forma de pensar, con la esperanza de que nuestros años de fiel servicio a la Iglesia fueran nuestro testimonio, y de que nuestro pastor, un amigo, aceptara discrepar en la divergencia de nuestra teología.
En lugar de eso, nos dio un ultimátum: o terminábamos o dejábamos de pertenecer a la iglesia. Poco después, la iglesia se divorció de nosotros.
Recordando esa caótica trinidad de amor entre Jess, nuestra Iglesia y yo, seguí preguntándome qué requería el amor de Cristo, y la frase con la que me respondía era “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Jess no solo me introdujo en el verdadero amor romántico, sino también en el verdadero amor ágape, mostrándome que el precepto más fundamental es la trinidad de amar a Dios y al prójimo como a uno mismo. Al final encontramos una nueva iglesia que defiende esta creencia y acoge a todas las personas. Ahora tengo la alegría de servir allí como presbítera.
Dos años después de nuestro primer beso, Jess y yo nos colamos en una playa vacía de Rhode Island. Solo unas cuantas estrellas y la luna entre las nubes iluminaban nuestras carreras y saltos mientras dejábamos que la libertad erradicara nuestra vergüenza. Cuando nuestros ojos se adaptaron a la oscuridad, vimos una torre de salvavidas y subimos. Con el océano a nuestros pies y el horizonte a la altura de los ojos, nos sentamos una junto a la otra en el aire nocturno.
“Escribamos algo”, sugirió Jess, sacando el diario que compartíamos.
“No, disfrutemos de esto”, insistí. El momento parecía perfecto tal y como estaba.
“Bueno, escribiré algo y podremos leerlo más tarde”.
Jess garabateó y luego me pasó el cuaderno abierto, iluminándolo con la linterna de su teléfono. La luz era una intrusión chocante en nuestra oscuridad privada, así que le pedí que la apagara.
En lugar de eso, me puso el diario en las manos. Cuando miré hacia abajo, vi un agujero en medio de todas las páginas. Dentro había un anillo.
La cabeza me daba vueltas. Esperé a que me preguntara esas cuatro palabras predestinadas, pero guardó silencio. El momento no necesitaba palabras.
Cogí el bolígrafo y escribí “sí” en la página.
Me colocó la alianza de plata en el dedo y me dio otra alianza para que se la pusiera en el suyo. Luego me preguntó si me acordaba del vagabundo que conocimos aquella mañana después del almuerzo.
Me reí. “¡Claro! ¿Por qué?”.
“Descubrí qué hacer con esas monedas. Se fundieron en nuestros anillos. Cincuenta centavos cada uno”.
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