Las Brujas, el refrito de un clásico de terror para niños donde solo brilla Anne Hathaway y ni siquiera da miedo
Existe la mala costumbre de crear, de antemano, expectativas sobre una película aún antes de su estreno. Esto se agrava cuando se trata de una película que es una nueva versión (o un remake) de una cinta que ha sido una favorita popular por años, y que estas expectativas no alcancen al original.
El caso de Las brujas, la nueva película de Robert Zemeckis (Forrest Gump, Náufrago, Contacto), basada en la clásica novela de horror y aventura para niños y adultos escrita por Roald Dahl y estelarizada por las ganadoras del Oscar Octavia Spencer y Anne Hathaway, es precisamente de esos: aunque la cinta tiene muchas cosas que funcionan bien, el peso de la adaptación previa de 1990 – dirigida con estilo por el finado cineasta británico Nicolas Roeg, con una excelsa (e inolvidable) interpretación de la Bruja Mayor a manos de una muy chic y estrafalaria Anjelica Huston, y sazonada con efectos visuales creados por Jim Henson –, es una loza demasiado grande que esta cinta no consigue sacudirse.
Ahora bien, cuando esto pasa, las películas con este problema, se justifican aunque solo sea porque se convierten en deliciosas excusas para que sus actores se diviertan, pero, por desgracia, con la excepción de Anne Hathaway, nadie más, en la pantalla o fuera de ella, parece estarse divirtiendo lo suficiente como para salvar a esta nueva versión de Las brujas de ser una película muy fallida.
Mientras que la Hathaway, en una interpretación kitsch y sublime, ataviada muy à la mode (circa 1965), con peluquita rubia platino, e imitando descaradamente a Marlene Dietrich, se contonea con gracia y salero, seguida por su séquito de brujas malévolas por los salones del gran hotel costero de Alabama que sirve como escenario para esta versión (coescrita nada menos que por Guillermo del Toro), el espectador tiene la sensación de que no hay mucho más debajo de la superficie de lo aparente en pantalla. Tal vez esto sea porque la premisa de esta nueva versión de Las brujas superpone inexplicablemente dos historias separadas entre sí, y la película tiene una especie de crisis de identidad.
¿Es esta una historia en la que un niño negro en el sur estadounidense se enfrenta al racismo y al odio étnico a través del disfraz apenas velado de una convención de brujas? ¿O es una fábula macabra y postmoderna, en el que los niños pueden encontrarse con monstruos y ser alterados para siempre como capricho de un universo impredecible? La verdad es que la película nunca se decide y a pesar de los esfuerzos de la película por cohesionar ambos conceptos, las dos mitades nunca se unen en algo que tenga mucho sentido, o que justifique remotamente su existencia. Uno no puede evitar pensar “¿Qué es esto? ¿Para qué lo hicieron así? ¿Qué es lo que pretenden contar?”
Esta vez, la fabulita socarrona y perversa de Dahl es trasplantada de su tradicional escenario inglés original a la calurosa (y problemática) Alabama de mediados de los años 60, justo en medio de la revuelta por los derechos civiles, y relata la deliciosamente morbosa historia de un niño cuyo nombre nunca se revela (Jahzir Bruno) que se va a vivir con su formidable abuelita (Spencer) después de la repentina muerte de sus padres. Poco después, se encuentra con una bruja en la farmacia local, y su abuela, que tiene su propia experiencia en todos los tejemanejes sobrenaturales (que incluyen el hoodoo y el voodoo), lo previene explicándole que en el mundo, sí, el mundo real en el que viven, hay brujas asesinas que odian a los niños. Desafortunadamente, estas brujas se parecen exactamente a la mujer típica: siempre usan pelucas y zapatos bonitos, tienen fosas nasales gigantes que se expanden y siempre usan guantes. Y una vez que ponen su mira en un niño o niña, no paran hasta eliminarlos.
No mucho después de recibir esta revelación por parte de su abuela sabia, el niño se encuentra cara a cara no solo con una bruja, sino con un gran aquelarre de brujas que se han reunido todas, en una gran convención celebrándose en el mismo hotel en la costa del Golfo de México, al que él y su abuela han viajado para intentar escapar de la bruja que vieron antes. Ahora, como su abuela le ha enseñado a reconocer a una bruja, de inmediato el niño se da cuenta de con qué clase de pesadillezca escena se ha topado. Los resultados son calamitosos (y realmente espeluznantes) para el niño y para Bruno Jenkins (Codie Eastick), otro niño, aunque más latoso, que se encuentra en el lugar.
Al principio, la versión de Zemeckis de Las brujas parece estar hecha a la medida para su elenco estelar (por ahí también tenemos al siempre bienvenido Stanley Tucci), pero su adaptación “americanizada” de la novela original de Dahl, que de por sí es insular y aislante, resulta a partir de cierto punto, un pretexto para el caos que se instala y del que ya no se recupera.
Roald Dahl, autor de algunos otros clásicos como Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante y la memorable Matilda (todas con entrañables versiones cinematográficas por derecho propio) creó un universo literario fácilmente identificable, que representa el mundo para los niños como un lugar frío e indiferente, en que las maravillas, la magia y la bondad humana son tesoros raros y codiciados. En una historia de Dahl, los niños a menudo son abusados o ignorados por sus padres, cuidadores y otros adultos indiferentes hasta que descubren alguna forma de escape fantástico. Su trabajo influyó en el género de fantasía orientado a la juventud, dando pie a otras historias, incluyendo la serie de Harry Potter que tiene ecos directos del trabajo de Dahl (aunque J.K. Rowling y sus fans se apresuren a decir que esto no es cierto).
Ojo, es muy importante comprender este contexto porque, cuando al ver Las brujas, es muy clara la discrepancia entre el mundo de Dahl, donde el universo es aleatoriamente cruel y lleno de placeres místicos aleatorios, y el mundo "real" en el que Zemeckis se desarrolla su película; la Alabama posterior a la segregación, donde la vida de los negros sigue siendo radicalmente desigual a la de los sureños blancos y ricos, y donde una mujer negra que se aloja en un gran hotel en el Golfo es tan extraordinaria que los botones negros se quedan boquiabiertos. Esta disonancia es sorprendente incluso si nunca se hubiera leído la novela de Dahl.
En la historia original, el niño es noruego y se encuentra con brujas después de quedar huérfano y mudarse a Inglaterra con su ingeniosa abuela fumadora de puros. En la versión de Zemeckis, coescrita por Zemeckis, el ícono del terror Guillermo Del Toro y la guionista de Girls Trip, Kenya Barris, la abuela del niño es una dura y decidida ama de casa que saca a su nieto de su duelo con raciones de pan de maíz y mucha música Motown.
Spencer, por lo general una maestra de la sincronización de la comedia, tiene demasiados elementos en su contra para lograrlo aquí, comenzando con un guion que no puede entender cuál es el verdadero tema central de su personaje.
¿Es una abuela sensible que enmascara su propio dolor para cuidar de su nieto, o una practicante de hoodoo y voodoo con una vida secreta o una aspirante a aventurera? Es difícil saber qué pretende la película que sea, porque la película misma, como dijo antes, no sabe realmente qué es.
¿Es una metáfora acerca de los efectos del racismo en un sur que apenas ha superado la segregación? ¿Es un cuentito infantil espeluznante y siniestro? Particularmente cuando se compara con la icónica adaptación cinematográfica del ícono de Roeg, ciertamente no da mucho miedo, lo cual es probablemente lo peor que se puede decir sobre una película basada en un libro cuyas brujas son aterradoras, porque son asesinas a sangre fría: por ejemplo, en la novela original, hay un momento realmente escalofriante cuando nuestro narrador, el niño, se da cuenta de que todas las mujeres en la habitación en la que está atrapado llevan guantes. Nunca nos acercamos a algo tan aterrador en la versión de Zemeckis, porque se supone que todos ya sabemos que las brujas de marras están en el hotel todo el tiempo. Ya no hay suspenso.
Como la bruja principal del aquelarre, y ostensible antagonista de la historia, Anne Hathaway es simultáneamente Catwoman y el Joker, con un acento alemán hilarantemente exagerado (de ahí la comparación con la Dietrich) y se la pasa bien arrancándole tarascadas al escenario con una dentadura de tiburón. Para la Hathaway, que desde hace algún tiempo ha visto declinar el lustre de su estrella (no por culpa suya, ella siempre está bien, hasta en películas malas, que las ha hecho), esta es su ocasión de sobreactuar con singular alegría y divertirse como loca con el producto que le toca; este es un lujo que se da, aunque es la única actriz que lo hace. Todos los demás oscilan entre la caricatura feroz y la confusión y el resultado es como un pastel a medio hornear, ni chicha ni limonada.
Por otro lado, está el tema racial. Aunque en la superficie, Zemeckis está contándonos fielmente la historia de Dahl, también nos está contando la historia de un niño negro que enfrenta prejuicios raciales y de clase en el sur que resuena con el clima político estadounidense actual, aunque en la película (a diferencia de lo que se ve en las noticias), el rencor social y el racismo discriminatorio son una mera alusión en el subtexto. Cada historia de Dahl pone las trampas del privilegio británico blanco al frente y al centro, enfrentando a nuestro héroe abandonado contra niños ricos y presumidos y sus terribles padres. Cuando esa historia se trasplanta a la historia de la vida sureña, sin embargo, inevitablemente cambia.
Las historias de Dahl dependen de sus caricaturas macabras de la infancia y la edad adulta para funcionar; gran parte de su atractivo caprichoso y su capacidad para hablar directamente con los niños pequeños consiste en esto. Sin embargo, es difícil para un espectador estadounidense encontrar este tipo de fantasía cuando se insiste en plantear la historia, de manera gratuita en un contexto histórico de injusticias, y se ha ignorado por completo el potencial de una construcción mundial más amplia en torno al tema de la injusticia racial. (¿Qué significa que un niño preferiría ser un ratón que un niño negro? Hay muchas preguntas interesantes lista para explorarse ahí, pero Las brujas no piensa en formularlas, y mucho menos en sugerir respuestas. Ergo, el cambio se siente superficial y hasta innecesario; una oportunidad desperdiciada, o un director que con sus guionistas, se engolosinó con un concepto y no supo cómo hacer algo significativo con él pese a las buenas intenciones.
En la novela, lo que sorprende del narrador y su abuela es su soledad en el mundo: en realidad, solo se tienen el uno al otro. Pero en la versión de Zemeckis, el personaje de Spencer vive en un pueblo pequeño, va a la iglesia, visita a los comerciantes locales y tiene toda una historia de crecer en la comunidad donde las brujas aparentemente eran parte de la tradición local, pero nada de esto influye en la historia más que como mera cosmética.
Lo que es aún más evidente y extraño es que en una comunidad de mujeres negras que asistían a la iglesia, donde la mayoría de las mujeres usaban zapatos y guantes bonitos, al igual que las brujas, la película no intenta abordar los problemas que inevitablemente surgirían si eres un niño tratando de descubrir quién es y quién no es una bruja (lo dicho: oportunidad perdida). La película podría plantear esta pregunta extremadamente obvia, y debido a que se eligió para tomar a personajes negros que viven en una comunidad negra como sus héroes, lo más lógico sería hacerlo, para aumentar la ansiedad y el suspenso. Pero no; todo es obvio, evidente, como si la película no fuera para niños, sino para espectadores a los que les diera miedo no una bruja, sino tener que pensar mientras están en el cine.
Eso no solo aumenta el nivel de desconexión entre el impulso de Zemeckis de inyectar diversidad moderna en su cinta y la historia que pretende contar. Quizá por ello debería hablarse acerca de por qué una nueva versión de esta historia en particular debería ser diversa; esto es porque la otra parte crucial del contexto de Las brujas involucra un subtexto, y para entenderlo, habría que entender que Dahl, aunque era uno de los autores infantiles más célebres que jamás haya existido, era una persona intolerante y a quien, en realidad no le gustaban micho los niños, ni siquiera los que tuvo con su primera esposa, la actriz Patricia Neal: Dahl era declaradamente antisemita profundo, que perpetuaba tropos y falsedades antisemitas, como la del pueblo judío que controla la economía y la industria editorial.
Tal vez sea la conciencia de este defecto problemático subyacente en la historia original y el deseo de cambiarlo, o tal vez solo el deseo de participar en un reparto diverso, lo que provocó el intento de Zemeckis de construir su versión de Las brujas en torno al personaje de Spencer y su nieto. Pero si ese es el caso, parece que el ejercicio no nos ha mostrado mucho, excepto, quizás, para subrayar que un tipo irreflexivo de representación diversa no es mucho mejor que ninguna representación en absoluto.
En su afán de no ofender a nadie, y caerle bien a todo mundo (una receta segura para la insipidez) la versión de Zemeckis de Las brujas no parece ofrecer absolutamente nada para intentar remediar los problemas incrustados en la escritura original de Dahl. Los guionistas han optado por no reelaborar sustancialmente la historia, ni siquiera por pensar en las formas en que un grupo de brujas podrían manipular su entorno gótico sureño. (En Alabama, en el Golfo de México, ¿realmente no hay brujas de los pantanos alrededor? ¿No hay sacerdotisas cajún haciendo hechizos en mansiones cubiertas de musgo o calas piratas cercanas?) Por otra parte, ninguna de las brujas existe realmente fuera de su única- objetivo mental de aplastar a los niños.
El antisemitismo que profesaba el propio Dahl no necesariamente juega un papel en la mayoría de sus otras obras, pero es directamente relevante para esta, una historia que trata explícitamente sobre la detección de impostores en medio de la sociedad, y donde un enemigo busca la eliminación sistemática de otra.
Este es, para ser franco, el tema de la mayoría de las conspiraciones antisemitas a lo largo de la historia, y ha llevado en su forma más extrema a la idea de que los judíos "se esconden" a plena vista mientras esencialmente controlan el mundo.
En Las brujas, estas se esconden a plena vista disfrazándose de señoras, pero los indicios que las delatan también están codificadas como antisemitas: son calvas debajo de sus pelucas, tienen manos y pies de reptil y tienen narices ganchudas, que se expanden cuando detectan el olor a los niños. La gran bruja también habla con acento alemán, uno que puede pasar fácilmente por yiddish. De hecho, en el libro, hay diferencias tipográficas para distinguirla.
A su modo, la película de 1990 perpetuó todos estos rasgos, y personalmente, uno esperaba que la versión de Zemeckis se tomara la molestia de alejar a sus brujas de este estereotipo y quizá, ya que se aventuraba a contar una historia tan querida y memorable, y teniendo a Del Toro como uno de sus guionistas, quizá se iría por derroteros más siniestros, pero ingeniosos; al final, no está claro si se intentó eliminar los elementos discriminatorios de la historia o no. (Bueno, al menos las narices ganchudas se han ido).
Hay una gran cantidad de codificación antisemita transferida, especialmente cuando también se intenta un compromiso con la diversidad al elegir actores negros (aunque Chris Rock está extrañamente tedioso como el narrador). Parece que la representación de las brujas no tuvo nada de premeditado o incluso de intuición; y honestamente, tal vez esta película necesitaba contratar a un crítico cultural como consultor para salvarla de sí misma.
Quizás esa falta de conocimiento sobre el simbolismo y la codificación de la película es la razón por la que todo lo demás en Las brujas se siente tan fuera de lugar; el caos del que hablaba anteriormente. Los efectos CGI no se sienten ni remotamente asombrosos como se esperaría de una película de un director obsesionado con ellos; se sienten aplastados contra los tonos perpetuamente pastel de esta película, y los ratoncitos parlantes reciben muy poco desarrollo de personajes, y en este sentido, la película no parece estar del todo segura de dónde está, al igual que no está del todo claro si el racismo existe en este universo o no.
Las brujas es una película ostensiblemente para niños, y tal vez las películas para niños nunca deberían ser sometidas a un escrutinio tan riguroso (como este). Pero las películas para niños que perduran son las que siguen siendo atractivas en la edad adulta – Gremlins, E.T. y la versión de Roeg de esta historia son prueba de ello –. Con esta película, que es el primer gran estreno de la Warner que, después del fracaso estrepitoso de Tenet, en vez de aplazarse se lanzó en EEUU en la plataforma digital HBO Max, y alrededor del mundo en cines (mala movida al ponerse Europa nuevamente en confinamiento), se ha pensado muy poco en el proceso de creación que parece que está destinado a ser una lección sobre cómo no adaptar una historia cargada de problemas para el siglo XXI.
Es una fábula siniestrita pero mona, y con moraleja, sí, pero no es la película que el director pretendía hacer. Al menos, siempre nos quedará Anne.
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