“Alguien tiene que morir”, la miniserie de misterio donde Manolo Caro pone en otro nivel lo hecho por Netflix
En los últimos diez años, Manolo Caro (Guadalajara, 1985) se ha convertido en un cineasta prolífico, que imprime a sus proyectos audiovisuales un estilo característico y plasma, con una paleta de colores fácilmente identificable, todas sus obsesiones temáticas y culturales en ellas, lo que hace que su obra, ya sea en teatro, cine o en la pantalla doméstica, tenga toques del barroco, arte pop, el melodrama mexicano, la influencia de Almodóvar – esta comparación habitual con el manchego en realidad no le molesta: es un elemento de propuesta en todo lo que ha realizado hasta ahora–, y mucho humor negro en la retaguardia.
No obstante, Caro también es aventurero y le gusta experimentar con los géneros; la comedia ácida es su fuerte, y nunca falta el elemento de la diversidad sexual en sus tramas, dándose así el gusto de romper temas tabú cuando se lo propone.
Esta vez, el autor agita el avispero al volver a la plataforma de streaming Netflix, misma en la que realizó la comentada y popular serie La casa de las flores, con su primer thriller de suspenso (anexándole numerosos elementos de los que antes hablaba y que son su rúbrica), la miniserie de tres capítulos ambientada en la España franquista Alguien tiene que morir, realizada en locaciones ibéricas con un equipo mixto de artistas y técnicos europeos y mexicanos.
Mostrando su fervor de cinéfilo (cosa que es con excelencia) Caro lo mismo bebe de la fuente de Hitchcock que Otto Preminger, o los españoles Luis García Berlanga y Narciso Ibáñez Serrador, sin perder su propio sello; y en este trabajo, corre un riesgo al alejarse drásticamente al tono de comedia que ha llegado a manejar con maestría, para asomarse al drama existencial y al suspenso, con una trama intensa, con personajes memorables y un estilo particular que, como ya se espera, generará polémica – como sucedió desde que empezaron a aparecer los primeros fotogramas promocionales.
Bajo el lema “Una jaula, aunque sea de oro, es una jaula”, Caro deshilvana, con un ritmo al principio pausado que poco a poco se torna vertiginoso, la atmosférica historia de una familia española de clase alta, que vive guardando las apariencias en el Madrid del franquismo; un mundo dominado por la hipocresía de las buenas consciencias, que ocultan una turbulencia de odios y rencores que son la verdadera herida en el país, donde Francisco Franco y sus esbirros deciden la vida y la muerte de cualquiera.
Es 1954; han pasado 15 años desde el fin de la guerra civil. La trama principal abre con el regreso del joven y apuesto Gabino, único hijo del orgulloso Gregorio, quien funge como subdirector general de prisiones para el régimen – posición desde la que puede cometer arbitrariedades con impunidad – y Mina, que nació en México y que – para apartar a su hijo, al que sabe especial en este mundo siniestro, de la crueldad de su padre y el tóxico conservadurismo prevalente en el país – envió a su vástago a vivir allá.
Para Gabino, España es una dimensión desconocida, un lugar inhóspito, y sus padres – particularmente su padre – son personas que apenas conoce; mención aparte amerita Amparo, su abuela, una mujer severa y dura, que tiene suficientes secretos en su pasado como para llenar un cementerio.
El regreso no es idílico; Gabino no vuelve por gusto. Sus padres (más bien, Gregorio), han planeado un matrimonio de conveniencia entre él y Cayetana, la volátil y consentida hija de un amigo de Gregorio, que aseguraría el paso de la familia de la alta burguesía a la aristocracia. Pero esto no es todo lo que causa tensión el día tan esperado de su retorno: a Gabino lo acompaña un amigo – esa es la palabra que usa para presentarlo –, Lázaro, quien es (para desconcierto de todos) bailarín profesional de ballet.
Amparo no se mide para expresar su menosprecio por el invitado y las implicaciones de su presencia. El “mejicano” (pronunciado así, con una sonora “j”, algo muy significativo) no es bienvenido en su casa y Amparo no va a permitir que su presencia altere los planes de Gregorio, ni la imagen que la mejor sociedad tiene de ellos. Gregorio, machista, brutal, ambicioso, hombre ideal de su tiempo, concuerda y a partir de ese momento comienza un duelo de voluntades; Amparo y su hijo, contra Gabino, su amigo y Mina, quien se halla entre dos fuegos, pero está dispuesta a cualquier batalla o sacrificio, para proteger a su hijo.
Otras hebras conforman la textura de la trama; mientras las hostilidades en el frente doméstico se desarrollan, Cayetana y su hermanos Alonso, que fue amigo de la infancia de Gabino – y que es clave en la traumática razón para que éste fuera enviado fuera del país – conforman una arista compleja; Cayetana es voluble y está acostumbrada a ser el centro de su universo, mientras que Alonso se debate entre múltiples obligaciones, expectativas y necesidades que se contraponen entre sí y gradualmente lo consumen. Quien es la testigo silenciosa de todo, pero que tiene en su interior un valor y lealtad a toda prueba por su señora, es Rosario, el ama de llaves e incondicional de Mina, que es uno de los elementos del misterio que se construye.
Es evidente muy pronto, que todos, hasta la dulce y sensible Mina, tienen en mayor o menor grado, algo qué ocultar; cuando se empiezan a correr rumores por Madrid, que comprometen los planes futuros de Gregorio y la inmaculada reputación de la familia, que Amparo cuida obsesivamente, se vuelve inminente una catástrofe y la matriarca es pragmática y manipuladora: tal pareciera que la única manera de evitar el caos familiar, es que alguien muera. Aquí es donde se plantea el misterio que mantendrá al espectador en suspenso por los tres largos episodios que componen la miniserie: ¿Quién va a morir, y quién va a matar?
Partiendo de un guión escrito por Fernando Pérez, Mónika Revilla y el propio Caro, Alguien tiene que morir es más que los melodramas usuales de la España de la postguerra: para empezar, la dictadura es un elemento en la narración, pero no es el eje; como en la obra de Jorge Semprún (especialmente su novela Veinte años y un día, que tiene vasos comunicantes con elementos históricos y narrativos de esta trama) la narración se centra en un microscosmos y los detalles que lo conforman; las rutinas íntimas y los rituales a escondidas de una ociosa familia burguesa que vive de las apariencias, como un escenario montado por encima de las ruinas de un horror. No es casual, pues, que Caro eligiera este periodo histórico en específico, ya que le sirve para explorar los temas que le interesan, bajo el tamiz de una era de prohibición y conservadurismo que, curiosamente, no están muy alejados incluso de la realidad actual… y no únicamente en España.
El entramado pasional sostiene el argumento y lo hace avanzar, mientras que Caro sabe obtener de su elenco específicamente lo que desea; de este modo vuelve a su musa Cecilia Suárez, que interpreta para él un personaje ciertamente distinto a las otras mujeres que le ha escrito: lejos está el refrescante cinismo (y acento) de Paulina de la Mora o la asertividad de Elvira en la película con su nombre; Mina es una mujer que es prisionera de su tiempo y sus convenciones, del matrimonio que la convierte en propiedad, y de la crueldad explosiva de su suegra; se suele pensar que al trabajar con Caro, Cecilia está en una zona de confort, pero su interpretación de un ama de casa elegante, sexualmente frustrada y frágil, es conmovedora e interesante; la actriz se mueve con soltura en este cambio de tono, para recordarnos que tiene buen oficio y que sabe cuándo hacerlo lucir.
Igualmente destaca en el reparto Alejandro Speitzer, quien, como Gabino, es el corazón de la serie; Speitzer pudo haber seguido un camino fácil, después de su debut como actor infantil hace veinte años; no obstante se ha interesado por salirse del molde, por perseguir proyectos que no necesariamente son convencionales y también se ha abierto camino por sí mismo en otras áreas. Aquí hace una interpretación sincera y puntual de una persona sexualmente reprimida, que sabe moverse en la penumbra del secreto, y que se entrega a las llamas de sus deseos, aunque no por ello deja de sentir la culpa que se le inculcó al crecer. Speitzer ha ido alcanzando madurez como actor de un modo muy natural y este es un paso más firme hacia proyectos escénicos que lo lleven a ser un actor de primer orden.
Isaac Hernández, es la sorpresa que ofrece Caro en su proyecto y el bailarín, que básicamente hace una variación de sí mismo en otra época, sale bien librado de la interpretación de un personaje que está más bien construido a base de numerosos estereotipos prevalentes en la época (y aún hoy), algo que en cierta forma también sucede con el personaje de Alonso, aunque Carlos Cuevas (a quien vimos en la serie Merlí), tiene evidentemente mejores tablas para lidiar con este tema. Ester Expósito está muy bien en su rol de niña voluntariosa, que cree que está por encima de la norma, y Ernesto Alterio es un villano convincente, pero convencional. Finalmente, esta es una creación de Manolo Caro y quienes llevan el hilo son las mujeres; habiendo dirigido antes a Rossy DePalma, ahora el director se da vuelo con la espléndida Mariola Fuentes, que como Rosario, es de un temple excelente y la chica Almodóvar original, Carmen Maura herself, quien da a Amparo toda la mala leche, la amargura y diabólico carisma de la clase poderosa, del rosario a las seis de la tarde y la comunión de los domingos; de las señoras estupendas que tienen una piedra por corazón. La Maura es perfecta en un rol hecho a medida, y es probablemente quien tiene los diálogos más eminentemente citables.
Breve, concisa, sofisticada y cautivante (los tres episodios se van literalmente como agua) Alguien tiene que morir es una miniserie que ya tiene un público esperándola, aun antes de su estreno mundial, el viernes 16 de octubre – de este modo, será ciertamente de lo más visto y comentado en Netflix – pero más allá de eso, este es un trabajo más maduro de Manolo Caro, que flexiona los músculos creativos que ya ejercitó antes, y ahora se permite explorar otro tipo de historias. La transición no está exenta de interés y abre un nuevo panorama para el director, que sigue estructurando su propio mundo visual, que está siempre en constante movimiento.
También debes ver:
Alejandro Speitzer, loco de amor por Ester Expósito: 'No se puede brillar más'
Ester Expósito, la nueva reina de la televisión que viene a enamorar a México
EN VIDEO: El restaurante en México inspirado en Mafalda que llora la muerte de Quino