Megalópolis, el testamento hecho película de Francis Ford Coppola
Megalópolis (Estados Unidos/2024). Guion y dirección: Francis Ford Coppola. Fotografía: Mihai Malaimare Jr. Edición: Cam McLauchlin, Glenn Scantlebury, Robert Schafer. Elenco: Adam Driver, Nathalie Emmanuel, Giancarlo Esposito, Aubrey Plaza, Jon Voight, Shia LaBeouf, Talia Shire, Kathryn Hunter, Laurence Fishburne, Jason Schwartzman, Dustin Hoffman. Calificación: Apta para mayores de 13 años. Distribuidora: Maco Cine. Duración: 138 minutos. Nuestra opinión: buena.
Es difícil acercarse a una película de Francis Ford Coppola sin pensar en su historia. No es cualquier director y los vaivenes de su trayectoria son un inevitable preámbulo para el estreno de Megalópolis, su película más meditada y postergada en este largo y errático crepúsculo al que hemos asistido desde los tempranos 2000. Es que Coppola pasó por todas las etapas: en su juventud fue un chico rebelde que deslumbró con Demencia 13 en la factoría clase B de Roger Corman, fue montajista de pastiches con retazos de cine erótico, fue padrino y productor de la generación del Nuevo Hollywood, y por último desembarcó en la industria con una de las mejores películas de todos los tiempos. Sí, El padrino. Y como cimiento del cine de los 70, las que siguieron no se quedaron atrás: tanto La conversación, como El padrino II le dieron prestigio y dinero, y la epopeya de Apocalipsis Now lo convirtió en el rey de Hollywood, un rey loco al borde del precipicio, pero también el estandarte de una industria arriesgada que ya encontraba los límites a su dispendio y experimentación.
Sin embrago, las mieles no duraron para siempre, y el estrepitoso fracaso de Golpe al corazón y los problemas financieros de su empresa Zoetrope lo convirtieron en el director por encargo de una obra seminal para los años 80, con notables hallazgos como La ley de calle, algunos malos tragos con sus viejos productores como Cotton Club y un regreso triunfal con Drácula de Bram Stoker, cine deforme y artificioso que le valió recuperar el aura de la transgresión. Pero el cine cambió y Coppola siguió buscando cómo financiar sus utopías, sus apuestas megalómanas, sus innovaciones técnicas, el hallazgo de imágenes imposibles, ideas que se plasmaran en una ficción única en un arte que empezaba a fijar como norma la repetición. Todo ello confluye en Megalópolis, con sus atrevimientos y sus demencias: es extraña a los relatos a los que el cine nos ha acostumbrado, es pretenciosa, pero con genuina grandeza, y es solemne, pero aun así se atreve a decir cosas que vale la pena seguir diciendo.
En el centro de la película está César Catilina (Adam Driver), un arquitecto poco ortodoxo que sueña con una ciudad donde todos puedan vivir mejor. Una utopía de civilidad que se da de patadas con el mundo injusto y desigual que le ha tocado en suerte. Por ello, César se estrella contra la realidad, que en este caso tiene el rostro de un pragmático como el alcalde Franklin Cicero (Giancarlo Esposito), político que asume que los ideales poco tienen que ver con las acciones concretas que ofrecen resultados (a menudo también electorales). Esa disputa es la que atraviesa esta especie de Roma gótica en la que se desarrolla la acción, de manera errática y plagada de elipsis, que a menudo hacen difícil seguir el hilo de la acción. Y eso es justamente porque a Coppola le interesa menos la narración que las ideas que la habitan, como ha ocurrido en todo su cine, nutrido de fábulas y tragedias, de Shakespeare a Joseph Conrad, siempre sostenido en un esqueleto sencillo y previsible, que se viste de artificios y desmedidas aspiraciones.
Pero en Megalópolis también hay otros personajes, y cada uno de ellos tiene un referente en nuestra realidad, ya sea pasada o presente. Está el banquero Hamilton Crassus III (Jon Voight), que funciona como el viejo orden capitalista, fundamento de la riqueza de esa República en la misma cornisa de su decadencia. Es esa inminente perversión la que encarnan la femme fatale Wow Platinium (Aubrey Plaza), celebridad sin escrúpulos ni pudor, y el inefable Clodio Pulcher (Shia LaBeouf), heredero impuro de Crassus, siempre dispuesto a la traición. Todos se nutren del cine clásico, del film noir, de las historias de romanos -que brindan el look capilar y algunos extravagantes vestuarios-, de la iconografía de musical -aquel género amado por Coppola que le debe todavía su obra maestra-, y de las profecías de la política contemporánea, con líderes carismáticos e inestables, con injusticia y violencia social, con falsas noticias y manipulación de las masas.
Ese cóctel se complementa con una historia de amor salvadora, llena de momentos cursis, pero queribles, encarnada por César y Julia Cicero (Nathalie Emmanuel), una mujer sagaz e intuitiva, pero con el aire maternal que Coppola siempre adosó a todas sus heroínas. Y también se afirma en la voz de un narrador insistente, portador de reflexiones definitivas, transmisoras de la mirada del director sobre un mundo que se ha quedado vacío de humanidad e imaginación. Esa es la esencia de Megalópolis: un llamado de atención, una botella al mar de la desidia, un cine que subvierte la experiencia onanista del entretenimiento contemporáneo por aquella que nos conecta con una mirada abierta, utópica, y porque no, imperfecta.