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Teatro Colón: una alianza inspiradísima entre los pecados de Brecht y Weill y el Barbazul de Bartók

Los siete pecados capitales, de Bertolt Brecht y Kurt Weill, en el Teatro Colón
Los siete pecados capitales, de Bertolt Brecht y Kurt Weill, en el Teatro Colón

Los siete pecados capitales, ballet cantado de Kurt Weill y Bertolt Brecht. Elenco: Stephanie Wake-Edwards (Anna I), Dominic Sedgwick y Egor Zhuravskii (hermanos), Adam Gilbert (padre), Balise Malaba (madre) y Hanna Rudd (Anna II, bailarina). El castillo de Barbazul, ópera de Béla Bartók. Elenco: Károly Szemerédy (Barbazul) y Rinat Shaham (Judith). Puesta en escena: Sophie Hunter. Dirección musical: Jan Latham-Koenig. Orquesta Estable del Teatro Colón. Función del Gran Abono. Teatro Colón. Nuestra opinión: excelente

Dijo el poeta que el siglo XX fue problemático y febril. Pero si de la música clásica/académica/escrita de la centuria pasada hablamos, las descripciones más acabadas serían las que apuntaran hacia la variedad, la diversidad, la abundancia, la versatilidad, la pluralidad y la constante novedad. Juntas y como claro ejemplo de las maravillas del siglo pasado, en el Colón, casi contemporáneas pero esencialmente diferentes por donde se las mire, llegaron la única ópera de Bartók, estrenada en 1918, y la última colaboración de esa dupla creativa histórica que conformaron Kurt Weill y Bertolt Brecht, de 1933, exactamente un año antes del “Cambalache” discepoliano. En este sentido, la alianza de estas dos óperas breves del siglo XX en una única jornada resultó atinadísima. Además, en un plano amplio y comprensivo, ambas gozaron de muy buenas realizaciones, tanto en lo escénico y teatral como en el plano musical, con una actuación brillante de la Orquesta Estable del Teatro Colón dirigida por Jan Latham-Koenig.

Los siete pecados capitales es un genuino producto cultural de aquella República de Weimar en la que convivieron experiencias musicales de las más disímiles, entre ellas, la de la fusión de lo académico con lo popular -en este caso, las manifestaciones derivadas del jazz-, y las búsquedas por llegar a otros públicos. Pero, argumentalmente, el marco es el de Estados Unidos tras el crac de la Bolsa de 1929. La ópera, denominada por Weill “ballet cantado”, cuenta la historia del dicotómico personaje de Anna, dos hermanas con el mismo nombre (una, cantante; la otra, bailarina), buscando fortuna en una larga peregrinación para ayudar a su familia de Luisiana. Anna I -la intelectual, la narradora, la centrada- convive con Anna II, la impulsiva, la artística, la bella. Completando el cuadro está la familia, un cuarteto vocal estático que, como el antiguo coro griego, funciona comentando lo que le sucede a las Annas en siete ciudades diferentes, cada una de ellas centrada en uno de los pecados capitales.

La simbólica pero muy concreta mirada a Los siete pecados capitales en la lograda puesta de Sophie Hunter
La simbólica pero muy concreta mirada a Los siete pecados capitales en la lograda puesta de Sophie Hunter

Las escenas son breves y la realización concebida por Sophie Hunter es un admirable muestrario de fantasía y creatividad en la que intervienen luces, recursos de video y movimientos escénicos muy dinámicos y perfectamente ensamblados en los que intervienen las dos Annas; la familia, siempre inmóvil, y una media docena de bailarines. La mezzosoprano inglesa Stephanie Wake-Edwards, que transcurre su canto mayormente por su octava inferior, cumple correctamente su papel aunque, por momentos, su canto fue subsumido por la orquesta. En contraposición, el bajo Blaise Malaba, nacido en Congo, cumpliendo el rol de la madre, lució sólido como solista y como la base sobre la que se asienta el coro familiar. Por su parte, la inestable y trabajadora Anna II fue muy bien llevada adelante por la bailarina inglesa Hanna Rudd. Y la música de Weill fluye sutil y mordaz con sus peculiaridades y todas sus bellezas.

Tras la pausa, quedaron definitivamente lejos las ironías y la vitalidad de Los siete pecados capitales para que la oscuridad, las sombras y la sordidez se instalaran sobre el mismo escenario. El castillo de Barbazul es una obra maestra de Bartók sostenida sobre un libreto en el conviven, en pie de igualdad, el simbolismo del autor del texto, con todos sus misterios y posibles interpretaciones, y los nuevos conceptos freudianos que se extendían trascendentes por todo el imperio austrohúngaro y que afloran en las conductas y los deseos de Barbazul y de Judith. La música de Bartók le otorga continuidad y tensión de un modo extraordinario a este drama psicológico en el cual solo participan Barbazul y Judith. Si bien tanto Károly Szemerédy, un bajo-barítono húngaro, como Rinat Shaham, una mezzo israelí, cumplieron sobradamente con sus papeles, los grandes artífices de la creación sonora del drama y el sostén de la inquietud y el desasosiego fueron Jan Latham-Koenig y los músicos de la Estable. La orquesta sonó impecable, sin fisuras ni distracciones. Con todo, para que la ópera tuviera una representación de excelencia, también acá es menester destacar, especialmente, a Sophie Hunter y su concepción y dirección escénicas.

La puesta de El castillo de Barbazul, dominada por una gigantesca esfera en el que se reflejan las distintas puertas de la obra de Bartók
La puesta de El castillo de Barbazul, dominada por una gigantesca esfera en el que se reflejan las distintas puertas de la obra de Bartók

Físicamente, el castillo de Barbazul no existe. La ópera se desarrolla sobre un escenario despojado y oscuro. En el centro, aparece un gran disco con una ligera inclinación hacia la platea sobre el cual se desplazan, siempre muy lentamente, Barbazul y Judith. Por sobre ellos, majestuosa, una esfera gigantesca. Las siete puertas por abrir, están distribuidas en los márgenes del disco como tapas de cofres que Judith irá levantando, una a una. Los contenidos de cada una de las siete salas del castillo asumen corporeidad a través de imágenes que, con una moderna tecnología y de realización consumada, se despliegan sobre la esfera y por los aires del escenario como videos etéreos e inasibles, siempre más simbólicos que concretos.

El excelente desempeño vocal y escénico de Szemerédy y de Shaham, una puesta tan simbólica como concreta, el muy buen desempeño de la orquesta y la inigualable música de Bartók se reunieron para que El castillo de Barbazul tuviera una representación sobresaliente. Una representación que, por lo demás, no hizo olvidar el muy buen momento inicial que había sido el que aportaron Kurt Weill y Bertolt Brecht.