Tony Bennett, el cantante del siglo, que dejó una huella imborrable pero antes tuvo que enfrentarse a sus propios demonios
Tony Bennett fue el cantante del siglo. Para legitimar con creces esa distinción hubiese alcanzado con hacer notar el extraordinario logro de haber protagonizado sin pausa una incansable sucesión de giras, recitales, homenajes y grabaciones, siempre a sala llena y en la plenitud de sus condiciones físicas y vocales, después de iniciada su novena década de vida. Había llegado a la mitad de sus lúcidos 94 años con mensajes optimistas, reflexiones vitales, miradas, curiosidades y hasta alguna despedida. Lo hacía a través de mensajes que dejaba cada día, sin falta, en sus activas redes sociales.
Todo se detuvo el primer día de febrero de 2021 , cuando reveló por la misma vía un crudo diagnóstico. “La vida es un regalo, inclusive con Alzheimer. Gracias a Susan y a mi familia por todo el apoyo”, escribió en su cuenta de Twitter, @istonybennett. La mujer a la que mencionaba allí era su tercera esposa, con la que se casó en 2007. En el mismo momento, la familia del artista revelaba por primera vez que la enfermedad le fue diagnosticada por primera vez en 2016. Todos tomamos conciencia a partir de ese momento que la felicidad infinita vestida de swing que toda la vida nos regaló desde los escenarios y los estudios de grabación ya no volvería a disfrutarse.
Hasta allí había logrado disimular en sus actuaciones y grabaciones cualquiera de las inevitables complicaciones derivadas de una edad tan avanzada. Cada una de esas eventuales complicaciones se transformaba en una muestra de admirable vitalidad. “Mientras mi voz no tambalee y la gente me siga queriendo, voy a cantar hasta que me muera” , había dicho en una conversación pública con su hijo Danny, el gran responsable de la resurrección artística de Bennett en las últimas décadas.
Ese tramo final de una carrera magnífica resultó, en su conjunto, la mejor manera de reconocer a Bennett como la voz más lúcida y perdurable del gran álbum de la canción popular estadounidense, que también se hizo universal en los últimos años gracias a la multiplicidad de encuentros con cantantes de toda clase de geografías, orígenes, edades y géneros en infinidad de duetos. Nuestro compatriota Vicentico participó en uno de ellos.
Perdurará la discusión acerca de si fue o no la mejor, aunque Frank Sinatra, tal vez la mayor autoridad en la materia, se apuró a saldarla muy temprano, en 1965, cuando dictaminó textualmente que Bennett, en este negocio, era el mejor de todos. Casi al mismo tiempo, nada menos que Bing Crosby había definido a Bennett como “el más grande cantante que jamás haya escuchado”.
Al gran compinche de Crosby, Bob Hope, le debemos buena parte de la identidad original de este artista impar, que era apenas un muchacho que recorría la escena nocturna de Nueva York cuando el cómico lo escuchó en el Greenwich Village neoyorquino una noche de 1949. “Chico, vas a venir conmigo a Paramount y allí vamos a cantar juntos”, le dijo Hope antes de preguntarle cuál era su nombre. “Me llamo Anthony Dominick Benedetto”, le respondió. Rapidísimo, Hope dijo: “Desde hoy vas a ser Tony Bennett”. Allí cambió para siempre la vida del joven descendiente de emigrantes italianos nacido en Astoria, Queens, el 3 de agosto de 1926.
Cuando tenía 10 años falleció su padre, vendedor de un pequeño comercio de alimentos. Su madre debió hacerse cargo del hogar, con tres hijos, trabajando de costurera. “Nosotros éramos muy pobres, pero hasta la gente pobre siempre trata de vestirse bien”, dijo muchos años después cuando alguien quiso saber la razón de su exquisita y natural elegancia.
Vanity Fair le dedicó hace un tiempo un texto a ese tema. Allí se cuenta, por ejemplo, que la casa italiana Brioni confeccionó a medida el 95% de los trajes del artista. Y también se habla de una memorable actuación de Bennett en Glastonbury, el festival de rock y vanguardias musicales más icónico del mundo. “Era la única persona vestida de traje en todo ese gigantesco lugar. Todos los demás estaban llenos de barro, de los pies a la cabeza. Todavía no sé cómo salí de allí sin una sola mancha”, recordó.
Esa aparición marcó la cumbre de uno de los grandes triunfos artísticos de la carrera de Bennett. Lo dijo en 2002 The New York Times. “Tony Bennett ha hecho muchas cosas. Pero su mayor logro de los últimos años fue haber demolido la brecha generacional”. Así lo vino haciendo desde 1993, cuando grabó uno de los álbumes más logrados de la celebrada serie Unplugged de la señal televisiva MTV, en el que compartía algunos temas con K. D. Lang y Elvis Costello. Desde ese momento no paró de cosechar los aplausos y la admiración de las generaciones más jóvenes, en especial de algunos músicos y cantantes.
Amy Winehouse rompió el fuego. Fue quien abrió el primer disco de duetos de Bennett con una maravillosa versión a dos voces con Bennett de “Body and Soul”. Y Lady Gaga llegó más lejos : grabó un álbum entero (el muy disfrutable Cheek to Cheek) con clásicos del American Songbook recibidos de la mejor manera por los seguidores de uno y de otra, que convirtió a Bennett en el intérprete más longevo en alcanzar el número 1 en ventas en toda la historia de Estados Unidos. Al salir ese disco a fines de 2014 (al que le siguió un concierto en vivo registrado en DVD), Bennett ya llevaba una década entera contando entre sus oyentes a los hijos y a los nietos de quienes lo seguían desde sus comienzos. También logró que esos veteranos seguidores de la primera hora descubrieran y empezaran a valorar el arte de intérpretes como Lady Gaga.
Aquel muchacho que empezó como camarero cantante en Astoria, el barrio neoyorquino que lo vio nacer, jamás imaginó ese destino. Su camino en la música se aceleró después de aquel providencial encuentro con Bob Hope en 1949. Dos años después llegó su primera grabación de éxito con “Because of You”, el tema de Hammerstein y Wilkinson. Continuó durante la siguiente década en esa línea, ganando espacio y popularidad como crooner y grabando hits, uno tras otro, hasta culminar en el tema que probablemente más lo identificó en toda su historia: “I Left My Heart in San Francisco”, que registró por primera vez en 1962.
Ese año Bennett cerró una etapa que le permitió desarrollar en distintos planos simultáneos su enorme talento como vocalista y showman. Por entonces ya había empezado a grabar junto a Ralph Sharon, el pianista que mejor lo entendió y lo acompañó durante más tiempo al frente de su trío o como solista. También durante ese período disfrutó de muchos momentos de gloria artística, en plena búsqueda del estilo que lo llevara al lugar en el que mejor se sentía y quería ser reconocido, como cantante de jazz. En 1987 apareció un espléndida compilación, titulada justamente Tony Bennett Jazz, que reunió 22 temas grabados entre 1954 y 1967 junto a figuras como Art Blakey, Stan Getz, Chico Hamilton, Elvin Jones, Herbie Hancock y, sobre todo, Count Basie, cuya orquesta tuvo en Bennett al primer cantante blanco.
En los años 60, Bennett ya había ganado un lugar de privilegio en la galería de las grandes voces de la música popular estadounidense de todos los tiempos. Pero empezó a recibir fuertes presiones para sumar a su repertorio, y sobre todo a sus grabaciones, los “éxitos del momento”, que incluían desde temas de los Beatles hasta música de películas. De a poco, el gran intérprete de los clásicos del American Songbook, el crooner más cercano al jazz, empezó a adquirir el dudoso título de “cantante contemporáneo”. Uno más de tantos. El esfuerzo de destacados arregladores (Torrie Zito, Robert Farnon) por rescatar lo mejor de su estilo en medio de tantas concesiones no alcanzó. De a poco, los álbumes de Bennett dejaron de venderse como antes y se vio obligado a resignar a principios de los años 70 el contrato que lo ligaba a su eterna compañía grabadora, Columbia.
El éxito empezó a mermar y a mezclarse cada vez más peligrosamente con largas temporadas de ostracismo limitadas al circuito de los casinos, junto a temores e inseguridades alrededor de lo que vislumbraba como una temprana decadencia, caídas cada vez más frecuentes en el alcohol y las drogas.
Bennett supo llevar a la palabra escrita buena parte de su prodigalidad como cantante y en uno de sus cinco libros, la autobiografía The Good Life (título de una de las canciones más celebradas de su carrera), decidió revelar sin tapujos su pasado menos conocido y más cruel. Allí cuenta que en 1979, cuando las drogas eran el único remedio para mitigar una suma de adversidades que lo desbordaban (la muerte de su madre, el miedo a un fracaso matrimonial, las dudas artísticas, la fuerte deuda impositiva que lo enfrentaba con el implacable fisco estadounidense) enfrentó el peor momento de su vida.
Atrapado por un cuadro depresivo, casi sin pensarlo, se metió en su bañera dispuesto a quitarse la vida, hasta que en el último instante su esposa de entonces logró rescatarlo. “Cuando ella entró al baño estaba sin respiración. Hizo presión sobre mi pecho y, literalmente, me devolvió la vida”, confesó en el libro. Las crónicas de la época registran que también atravesó una situación límite de esas características por una sobredosis.
Tuvo que irse de su amada Nueva York para evitar que ese cuadro se repitiera. Vivió en Londres los “años perdidos” de su carrera, un tramo que transcurrió entre giras y algunas grabaciones casi olvidadas junto al exquisito orquestador y director Robert Farnon que sólo en los últimos años recibieron un merecido reconocimiento. Pareció reencontrar el rumbo en 1975 al grabar un memorable álbum de piano y voz junto a Bill Evans, uno de esos discos que cualquier oyente sensible a las manifestaciones más sublimes de la música popular elegiría llevar a una isla desierta. A ese registro le seguiría dos años después un segundo capítulo de igual jerarquía compartido con Evans, Together Again.
Pero la sensación de fracaso seguía presente en su conciencia y así se lo hizo saber a su hijo Danny. “Estoy perdido -le escribió-. Parece que la música que hago no le interesa a nadie”. Ese pedido de ayuda, que llegó a ser casi desesperado, encontró respuesta. En 1986, de vuelta en los Estados Unidos y en su sello de siempre (Columbia, para el que hizo más de 50 álbumes) puso en marcha con The Art of Excellence, título apropiado como pocos, a la etapa definitiva de su carrera, marcada a fuego por una serie de magníficos álbumes conceptuales a través de los cuales rindió tributo a sus ídolos, desplegó sus influencias y le puso su impronta de todas las maneras posibles al gran songbook de la música estadounidense.
Grabadas casi siempre con el trío de Ralph Sharon (fiel acompañante de Bennett hasta que se retiró en 2002) y orquestaciones y arreglos de cuerdas a cargo del músico argentino Jorge Calandrelli, algunas de estas gemas fueron concebidas como testimonio a grandes figuras: Irving Berlin (Bennett/Berlin), Sinatra (Perfectly Frank), Fred Astaire (Steppin’ Out), Billie Holiday (Tony Bennett On Holiday, el mejor de todos sus discos), Duke Ellington (Hot & Cool) y Louis Armstrong (A Wonderful World, junto a K. D. Lang). Otros fueron más amplios, dedicados a las grandes voces femeninas (Here’s for the Ladies), a las canciones de amor (The Art of Romance), a la propia historia del cantante en su lugar natal (Astoria, Portrait of an Artist) y hasta a las canciones infantiles (The Playground), en el que propone los más insólitos duetos de toda su carrera, junto a Elmo (la marioneta de Plaza Sésamo) y a la rana Kermit, de los Muppets.
Esos festivos encuentros fueron el prólogo de la extensa y fecunda etapa de los duetos, que tuvo su primera manifestación conceptual en Playin’ with my Friends: Bennett Sings the Blues, junto a Ray Charles, B. B. King, Diana Krall, Sheryl Crow y Stevie Wonder, entre otros, y siguió con tres álbumes más: Duets: American Classics, Duets II y Viva Duets, este último compartido con voces muy populares de la música latina.
Siempre vista como una idea concebida con más propósitos comerciales que artísticos y pensada a modo de homenaje universal en vida a la carrera de un cantante, estos discos de duetos sacaron en este caso una clara ventaja sobre otras experiencias similares. Bennett siempre quiso compartir en persona con cada uno de sus colegas la experiencia de una grabación cara a cara en lugar del alarde tecnológico que en su momento, en una experiencia similar previa, había unido a Sinatra con otros músicos listos para grabar a cientos o miles de kilómetros de distancia. Esa experiencia vital, personal e íntima (apreciada en plenitud en el registro fílmico de la mayoría de esas grabaciones compartidas) era la que lograba transmitir Bennett a cada uno de quienes iban a escucharlo en vivo, siempre en teatros y jamás en estadios, porque rechazaba, con la elegancia que siempre lo caracterizó, los recitales masivos y multitudinarios.
En lo mejor de esa larga y verdadera resurrección artística, Bennett recuperó ese arte vocal único que describiría inmejorablemente Bill Charlap, el pianista que lo acompañó en una de sus últimas grabaciones, The Silver Lining (2015), una exquisita colección de canciones compuestas por Jerome Kern. Decía Charlap que Bennett canta con una profundidad y una introspección insuperables, como si estuviese haciéndolo en algún espacio privado, pero siempre dispuesto a compartir ese momento con quien está escuchándolo. Un maestro de la discreción, que revela en cada sílaba y en cada palabra la profunda interioridad de una canción romántica o hace crecer la melodía hasta hacerla rebosante de swing cuando le toca explorar estados de ánimo más luminosos.
Charlap también acompañaría a Bennett en su penúltimo álbum de estudio, Love Is Here To Stay (2018), gran colección de clásicos de George e Ira Gershwin compartidos en maravillosos duetos con Diana Krall. Quedará de ese momento el delicioso recuerdo, como en los viejos tiempos, del sonriente Bennett firmando junto a Krall ejemplares del álbum en las pocas grandes disquerías que quedan en Nueva York.
Quienes tuvieron el privilegio de verlo en sus cuatro visitas a Buenos Aires (en 1961, 1980, 1994 y 2012) pudieron encontrarse con momentos bien distintos de su carrera, pero todos ellos definidos por la misma marca inalterable, deslizándose sobre las melodías “con un swing prodigioso y un fraseo tan suave como sofisticado”, como describió desde estas páginas Gabriel Plaza después de su maravillosa presentación del 6 de diciembre de 2012 en el Gran Rex, a sus 86 años. Allí estuvo acompañado por su hija Antonia, también cantante.
El hombre que le enseñó a los nietos y bisnietos de sus contemporáneos a amar a Gershwin, a Kern, a Berlin, a Johnny Mercer, a Harold Arlen, a Cole Porter y a Hoagy Carmichael, entre muchos otros, podría haber dicho perfectamente luego de ese concierto lo que contó al cumplir 90 años, cuando le preguntaron por qué seguía cantando sin parar por todo el mundo. “En cada lugar en el que me presento las entradas se agotan. Recibo entre seis y siete ovaciones de pie por noche. Cuando la gente se porta de esa manera, vuelvo a casa feliz”, explicó. Cuando festejó con un gran encuentro en el Radio City neoyorquino sus 90 años estaban tan felices como él Stevie Wonder, Michael Bublé, Lady Gaga, Alec Baldwin y muchos otros grandes. Recién en 2017 se vio obligado, muy a su pesar, a cancelar sus recitales y sus giras. Las fuerzas para sostener tan largas actuaciones empezaban a flaquear.
La explicación se mantuvo en secreto hasta que se supo que Bennett sufría de Alzheimer. Fue entonces cuando empezaron a trascender relatos sobre situaciones de olvidos y desconciertos fugaces que el artista sufría entre bambalinas, antes de salir a escena o en situaciones cotidianas. Para satisfacción de todos, el mundo interior de Bennett recuperaba siempre la plenitud al contacto con la primera canción. La música siempre fue para él bálsamo y cura. Lo pudieron comprobar las 5000 personas por noche que colmaron dos veces el legendario Radio City de Nueva York a principios de agosto de 2021 para acompañar a Bennett en su última aparición en vivo junto a Lady Gaga.
One Last Time fue el título elegido para ese concierto, disponible en versión reducida en la plataforma Paramount+. Fue la última vez de Bennett en los escenarios. Entró frágil y vacilante, pero reaccionó de inmediato cuando empezó a cantar. Allí, en el festejo de sus 95 años , volvió a mostrar el pleno dominio de su voz, una admirable expresividad escénica y el manejo impecable de las reacciones del público.
Esa doble despedida anticipó al mismo tiempo la llegada del segundo álbum compartido con Lady Gaga. Ese dúo tan atípico como extraordinario había nacido de la intuición de Bennett, que un día la llamó y le dijo que quería grabar con ella porque la veía como una espléndida cantante de jazz. El disco, Love for Sale, está integrado en su totalidad por composiciones de Cole Porter. Fue la última grabación de su vida.
Hasta que el cuadro se agravó hasta lo irreversible, Bennett nunca dejó de cumplir con la saludable rutina del ensayo y la práctica de canto en su departamento de Manhattan mientras disfrutaba de una extraordinaria vista al Central Park. Allí estaba el secreto de la vigencia de su voz. También le dedicaba al menos un momento de cada día a su otra gran pasión, la pintura. Reconocido por sus litografías y acuarelas en las que retrataba sobre todo rostros y paisajes de su amada Nueva York, donde siempre vivió, Bennett abrió en 2002 la Frank Sinatra School of Arts, un renovado homenaje al colega y amigo que tanto lo admiró.
Firmaba sus cuadros con el apellido italiano de su documento de identidad, Benedetto. Un apellido italiano, tan mediterráneo como esos rasgos dignos de algún retrato medieval o renacentista que aparecían en su rostro cada vez que cantaba: la sonrisa plena, el perfil casi geométrico marcado por una nariz prominente, la mirada y el gesto dispuestos a contar una historia feliz detrás de cada canción.
En 2019, mientras festejaba el Día del Padre, compartió en su cuenta de Twitter una imagen registrada en un café de la ciudad italiana de Verona. Allí solo se ven sus manos esbozando un retrato a lápiz del lugar, junto a una copa de vino. Cada momento de la vida de Tony Bennett fue el boceto de una obra de arte.