Murió María Onetto: la rebelde y fantástica actriz que supo transformar su título de psicóloga en una galería de personajes memorables
La noticia dice lo siguiente : María Onetto fue encontrada muerta ayer en su domicilio. La actriz, de 56 años, según pudo saber LA NACION, venía atravesando un cuadro depresivo luego de la muerte de su madre y fue hallada sin vida por su cuñado, Bernardo Ramírez .
Uno de los tantos trabajos imposibles de olvidar que deja María Onetto fue la obra Nunca estuviste tan adorable, de Javier Daulte que, luego, tuvo su versión en cine. Antes de estrenar la obra, ella había dicho que indagar en esa familia era una forma de indagar en la propia. Por lo pronto, su Marta de ficción (abuela de Javier Daulte) hizo todo lo posible para irse a vivir a Olivos cumpliendo el mandato de crecimiento social y entrar de lleno al mundo de las apariencias. La familia de María vivió en Martínez, y su mamá trabajó en Olivos. “Hay algo que conozco del mundo de Blanca porque mi madre tuvo su esplendor también en la década del 50. Es una mujer que, junto a sus seis hermanas, eran como las reinas de Martínez. El mundo de los vestidos y de transformarse en esa especie de mujeres codiciadas, como la presencia de la vecina que se instala en la casa, son cosas que había escuchado de chica, que lo tenía muy presente. Todo eso conforma un universo pre psicoanálisis que a Daulte le sirve también para hablar del mundo de lo callado, de lo reprimido”. Ella siempre escuchaba eso, y como reconocía en un reporte de LA NACION, “será por eso que después me analicé como 20 años”. No solo eso, esa bella mujer de mirada intensa, de risa expansiva, de escucha atenta era, también, psicóloga.
En aquella obra estrenada en 2004 en el Teatro Sarmiento –una de las primeras en pasar de allí a la avenida Corrientes– compartía escena con Guillermo Arengo, Mirta Busnelli y Luciano Cáceres, entre otros. El reconocimiento del mapa del circuito alternativo ya lo había conseguido cuando protagonizó La escala humana, obra maravillosa estrenada en el actual Espacio Callejón, escrita y dirigida por Daulte, Rafael Spregelburd y Alejandro Tantanian. Ese espectáculo demoledor “me abrió el paso a la TV”, recordaba. Y fue, como se lo merecía, a lo grande: en Montecristo, el éxito televisivo que protagonizaron Pablo Echarri y Paola Krum. Y tras cartón, el cine. Nuevamente, como se lo merecía, con mayúsculas: protagonizó La mujer sin cabeza, la gran película de Lucrecia Martel.
En su constante compromiso con la actividad teatral, en su modo de desplazarse por los escenarios y los estudios, María Onetto pasó de ser la madre asesina serial de La escala humana a una de las atormentadas hermanas de La casa de Bernarda Alba, que dirigió Vivi Tellas en el Teatro San Martín. También encarnó a aquella que intenta elaborar los secretos de Cecilia Roth en Tratame bien. “Las elecciones pasan por probar otras zonas de la actuación”, decía ella, que nunca pasaba inadvertida.
Jorge, su padre, murió de un infarto en una tarde cuya mañana había sido hermosa, cuando María Onetto tenía un año. Jorge había sido empleado de Segba pero había aspirado a más. Por eso, y amén de su trabajo en la compañía de electricidad, había montado el restaurante El Mangrullo, en Martínez. Su madre, Stella Maris Pastore, quedó sola. “Se vendió el restaurante y mi mamá empezó a trabajar en el colegio que tenían dos hermanas de mi padre, en Olivos. Eso sostuvo la economía familiar. La cosa era no ir con problemas a mi mamá. Y yo era como el problema por el otro extremo, porque no le llevaba ninguno. Estaba abocada, concentrada, en ser buena. Me sacaba nueve y lloraba porque no me había sacado diez”, reconoció en otro reportaje publicado en la LNR mientras protagonizaba Muerte de un viajante, junto a Alfredo Alcón y Diego Peretti.
Su madre la mandó a un colegio de monjas y ella, esa mujer tan adorable, continuó con esa modalidad de un ser aplicado. Claro que, cosas que suceden, se puso en retraída y empezó a tener amores idealizados. “Me gustaba siempre el más atorrante. Y claro: no había ninguna posibilidad de que el atorrante me diera bolilla a mí”, admitió. El desamor la hacía sufrir.
A los 17 años, siguiendo la influencia de su hermana mayor, empezó a estudiar Psicología en la UBA, a viajar constantemente entre el centro y Martínez. Allí, en la facultad, por suerte, tuvo un novio que duró un tiempo corto. Gracias a él empezó a estudiar actuación y se anotó en la escuela de Hugo Midón. Después de unos meses ese chico la dejó, pero a esta altura poco importa ese “detalle”. A los 22, María Onetto se fue a Europa en medio de un tour en una casa rodante con muchas personas. Lo comandaba alguien que hablaba inglés, pero ella no hablaba el idioma. “Pero bueno, soy hija del rigor y pensaba ¿por qué hay que pasarlo bien? Esa idea cristiana del sufrimiento”, apuntaba con cierta ironía.
Al regresar, siguió tomando clases de actuación sin pensar en la posibilidad de ser actriz. Se mudó sola y se fue al centro. En 1991 llegó por primera vez al Sportivo Teatral, la escuela-teatro de Ricardo Bartís, figura clave de la escena en aquellos tiempos. Y allí descubrió que ella, hija del rigor, era ideal para ese profesor que le exigía todo. “Descubrí que ser actor en lo de Bartís era peor que ser médico cirujano. Era a todo o nada. Era desafiante su manera de dar clases porque pocas veces algo estaba bien, o muy bien. Y empecé a darme cuenta de que ese mundo era muy potente. En la vida tenía que trabajar para no ser tan intensa, tan hipersensible, o estar tan pendiente de las personas. Pero esta hipersensibilidad mía ahí tenía un lugar (...). Aunque yo, la verdad, no quería ser actriz. Desde que empecé a tomar clases con Midón hasta que se empezó a desarrollar ese deseo habrán pasado como trece años”, contó.
Del Sportivo se fue en 1996 con la decisión de no ser actriz. Por suerte para todos, cambió de opinión. A los seis meses de aquella partida la llamó Rafael Spregelburd para hacer una obra: Arrastrando la cruz. Hasta ayer no paró nunca. “Es una actriz atípica en muchos sentidos; aunque después, cuando la conocés, te das cuenta de que ella misma es una persona atípica, una rareza en sí. María tiene, además, un cuerpo que no tiene ninguno de los terrores de la modernidad. Nunca va a hacer un gesto que ella sienta que la favorece físicamente”, confesó Lucrecia Martel a Página 12 para el momento del estreno de La mujer sin cabeza.
Como es previsible para un mujer tan reflexiva, ella tenía su visión sobre sí misma: “Creo que soy rebelde, pero mi rebeldía no es roncarolera, sino más íntima. Me apoyo en una frase de Kant: ‘libremente cautivo’, quiero estar cautiva y ahí ser libre. Entré al Sportivo y vi que Bartís tenía mucho rigor en su forma de mirar, en su forma de hacer las devoluciones, un compromiso con el teatro enorme a nivel de algo no religioso pero sí con estatus de sagrado, y yo, que estaba deseosa de entregarme a cosas, me zambullí (...). Siempre pienso la suerte que tuve de ser parte de esa generación: Spregelburd, Tantanian, Daulte, Wehbi, Bartís, lo que era el Sportivo: un hervidero. Salió mucha gente de ahí, ideológicamente bien formada para el teatro”, afirmó en otro de los tantos encuentros con un periodista de este diario mientras hacía La persona deprimida, título que hoy adquiere múltiples interpretaciones, que dirigió Daniel Veronese. Fue en la misma temporada que hizo Potestad, la obra de Tato Pavlovsky en puesta de Norman Briski.
“Me causó gracia un día que Briski, a poco de estrenar Potestad, me dijo medio en broma: ‘María, ¿nosotros estamos haciendo un patriarcado bueno?’. Tanto él como Bartís, Daulte y Veronese están en proceso de transformación personal, se están cuestionando pensamientos, prácticas. No lo están diciendo de la boca para afuera. Algunos hombres de mi generación que respeté y a los que quiero no están cambiando: casi al revés, están muy preocupados por conservar sus privilegios pensando que el feminismo se los quiere sacar. Al contrario: el feminismo los quiere liberar del mandato de masculinidad y, en todo caso, socializar los privilegios. En definitiva, el feminismo es la osada idea de que las mujeres somos personas”, aseguró con la claridad de siempre Onetto. A esa hermosa persona, a esa bella actriz, es imposible pensarla en pasado.
Su último trabajo en teatro fue Bodas de sangre, según la puesta de Vivi Tellas, que se estrenó en el San Martín en septiembre último. Del numeroso elenco, era la única que volvía a un texto de García Lorca dirigido por Tellas en la misma sala luego de aquel montaje emblemático sobre Bernarda Alba. “Mi personaje tiene algo de ser la fuerza trágica de la obra, es la que la anuncia o la intuye desde el principio. Dentro de su cosa conservadora y machista, el papel de la madre tiene su lado vulnerable. En cierto sentido podría ser una Madre de Plaza de Mayo, porque vive atravesada por los muertos de sus seres queridos y tiene temor que muera su hijo. La obra reflexiona sobre los mandatos, los mandatos del deseo, sobre las fricciones entre la necesidad, el deseo y la obligación”, analizaba en aquel encuentro, acompañada por Nicolás Goldschmidt y Miranda de la Serna. Por extrañas paradojas, él venía de hacer de Maradona en la serie Sueño bendito: María Onetto era una de las actrices de Ringo, la serie basada en la vida del boxeador Ringo Bonavena que estrenará Star+.
Murió María Onetto. Este cronista lo vuelve a escribir como un forma de intentar entenderlo mientras en las redes sociales amigos, admiradores, compañeros hablan de esta mujer actriz tan hermosamente adorable.