El lugar de las preguntas en el desarrollo

La inteligencia tanto emocional como intelectual del niño depende, en gran parte, del lugar que se le de a sus demandas, sus preguntas y de qué manera se estimule su expresión y curiosidad.

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Si sus padres están atentos, si dan lugar a su curiosidad, si responden de una manera constructiva y favorecen el ir por más, los niños darán rienda suelta a la necesidad de pensar y comprender por qué la vida es así y no de otra manera. Querrán saber, unirán una respuesta con otra, sacarán conclusiones acertadas y erróneas como parte de un largo proceso de asimilación del mundo.

Cuando el contexto lo motiva o al menos lo permite, el niño quiere saber por qué no puede hacer algo, por qué se le dice que haga una cosa, por qué el hermano no lo hace y por sobre todo aprenderá a expresar sus ideas y sus emociones, base fundamental para construir su posición frente a los hechos, su mirada crítica y desde allí interactuar luego con sus pares en el mundo que lo rodea.

Pero los niños también preguntan porque les gusta tener a sus padres atentos, logran con las preguntas retenerlos, que les dediquen tiempo y disponibilidad. En estos casos las respuestas no son lo más importantes, sino el adulto allí respondiendo y entonces inician un tren sin fin de preguntas, una tras otra. Siguiendo esta línea también es cierto que les gusta las repeticiones y poder anticipar la respuesta. Por eso preguntan varias veces lo mismo, casi como un juego. Y en ese juego, repetición mediante, también memorizan, aprenden.

Cada niño en crecimiento está intentando construir su propia idea del universo y para ello pregunta. Pregunta libremente porque es niño y no tiene preconceptos, ni prejuicios, ni vergüenza por no saber, ni temor por las consecuencias de su pregunta.

Pregunta porque es niño y quiere saber.

Pregunta porque es niño.

¡Pregunta!

Preguntar abre la puerta del lenguaje y del lazo con el otro. En la pregunta nos dirigimos al otro, lo incluimos y esperamos algo de él que tiene relación con el decir, con el conocer, con el saber acerca del mundo.

Hablamos del niño desde antes de su nacimiento en nuestros deseos, en nuestras fantasías, en la elección del nombre, en nuestros proyectos con él. Y así las palabras van armando a su alrededor un marco contenedor, un nido de amor en donde el pequeño comenzará a SER, a constituirse en persona.

Las palabras nos dan identidad, definen nuestros roles, nombran nuestros lazos, nos ayudan a representar afectos y sensaciones difíciles de capturar, de acotar, para tramitarlos, transmitirlos y compartirlos: madre, hijo, maternidad, bebé, papá, familia…palabras.

Es por ello que una de las tareas de los padres antes del nacimiento del bebé y por supuesto luego del mismo es crear, favorecer y sostener un espacio saludable, estimulante y vital para que el pequeño pueda desarrollarse. Para ello el medio más rico es el acto de hablar de él. Ese intercambio, desde las primeras palabras dichas en relación al bebé es la base de todo, matriz de futuros vínculos ya que quedan en nuestro inconsciente modelando nuestro ser, dejando cicatrices relevantes como antecedentes al impacto de cada palabra en cada uno.

Es la palabra la que ayuda al pequeño a enfrentar todo lo novedoso del mundo exterior.

Con el desarrollo del proceso evolutivo esta demanda que hasta ahora se presentaba de la mano de la mirada y los balbuceos, de a poco pasarán a tener la forma de palabras y preguntas dirigidas al otro.

Allí es donde la comunicación toma forma verbal y el lugar que los padres tomen al respecto sigue siendo fundamental. Los niños necesitan la comunicación con sus padres, por un lado como prueba de que los quieren, de la atención puesta en ellos; y por otro, porque es por medio de ella que permiten a los niños vincularse con otros y conocer el universo.

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