Desapego: tener sin poseer
Hace unos días no sólo me mudé de casa, sino también de país. Mientras empacaba mis cosas pasé por varios momentos críticos de apego y desapego; decidir qué regalar, qué vender y qué conservar no es tan sencillo cuando uno está acostumbrado a relacionar los objetos con las emociones. En nuestra cultura solemos pensar que los objetos tienen el poder de darnos la felicidad, pero no es así. Los objetos proporcionan experiencias pasajeras, y una vez que han cumplido con su función debemos separarnos de ellos.
Cuando uno cambia la idea que tiene sobre los objetos y los piensa como herramientas, la relación que tenemos con ellos se modifica. Por ejemplo, en muchas campañas de voluntariado se usa esta frase: “No les des un pescado, mejor enséñales a pescar”. Cuando aplico esto a mi ejercicio de desapego material, entiendo que vale la pena conservar la caña de pescar, no los pescados (siempre y cuando la caña de pescar sirva para esta nueva etapa de mi vida). Así, decidí quedarme sólo con aquellos objetos que en su función de herramientas me permiten construir situaciones de bienestar, es decir, las condiciones mínimas necesarias para ser fiel a mis principios y desarrollar mis talentos.
La felicidad que proporcionan los objetos es directamente proporcional al dolor o la frustración que nos producen cuando no los tenemos. Las herramientas, en cambio, pueden ser sustituidas por otras, porque una herramienta adquiere su valor en función de su uso, y ese uso depende de las habilidades o capacidades que tenga una persona. En otras palabras, cuando uno sabe cómo realizar su oficio puede llevarlo a donde sea.
Aun así, mientras clasificaba objetos y herramientas se movieron muchas emociones en mí. ¿Qué hacer con los regalos que me habían dado mis amigos y mi familia adoptiva? ¿Por qué no pude deshacerme de muchos de ellos? Lo que ocurre con los regalos es que les hemos asignado un valor emocional que nos vincula con las personas. Las limitaciones en el peso de las maletas (metafóricas o reales) me llevaron a hacer un ejercicio de desapego que implica abstraer del objeto su sentido y guardar su valor intangible en el acervo emocional de mi memoria.
Uno piensa que está preparado para soltar, pero estamos tan acostumbrados a depositar los afectos en los objetos que se nos olvida que, en realidad, no poseemos nada, que venimos al mundo desnudos y así nos vamos a ir. Como todavía no sé si hay vida después de la muerte, prefiero vivir con todos mis afectos en “activos”. Eso implica buscar más experiencias que pertenencias. Eso requiere tomar el sentido de cada experiencia y transformarlo en una fuente de afecto, deseo y aprendizaje.
Mientras conversaba de esto con una amiga me recomendó revisar algunos artículos y libros, entre ellos, Desapegarse sin anestesia, de Walter Riso.
Lo primero que aprendí es que el desapego emocional tiene dos sentidos. El primero se refiere a la incapacidad para conectarse con otras personas; ocurre a partir de la ansiedad o la angustia que producen ciertas situaciones sociales o afectivas. Esta incapacidad de vincularse con los otros da cuenta de un miedo a ser lastimado, un temor que se originó a partir de un trauma o una herida psicológica profunda.
El segundo sentido del desapego es la decisión de no conectarse emocionalmente. Esta decisión no se hace a partir del miedo sino de la libertad; implica establecer límites claros entre el yo y los otros. Este límite nos permite moderar los vínculos y entender por qué nos conectamos o no con los demás.
El apego al que me refiero no tiene que ver con el vínculo que desarrollamos con los padres cuando somos niños. Ese tipo de apego es indispensable para la psique y la construcción del autoestima. Ese mismo apego va cambiando conforme crecemos. En la vida adulta, cuando no somos conscientes de nuestros apegos, podemos llegar a generar vínculos obsesivos o patológicos, pues pensamos que eso otro (objeto, persona, actividad, idea, sustancia) es fuente única y permanente de placer, seguridad o autorrealización. De ahí a las adicciones o a las relaciones de codependencia no hay más que un resbalón.
Los apegos irracionales son como las drogas porque están arraigados en la sobrevivencia, la comodidad, la seguridad. Pero se vuelven autodestructivos en la medida en que no nos permiten tomar decisiones para crecer. Practicar el desapego requiere un primer paso: reconocer los apegos, ubicar su origen, perdonar, honrar, agradecer y soltar, a sabiendas de que nada malo va a ocurrirnos. Reconocer nuestros apegos (materiales o emocionales) nos ayuda a redimensionarlos y, con ello, a quitarles el poder inconsciente que ejercen sobre nosotros.
De manera intuitiva, y como preparación para la mudanza, hace algunos meses me impuse unos ejercicios de autorrestricción. Experimentar la abstinencia (de pan, de azúcar, de lácteos, de compras) me confirmó toda mi vulnerabilidad pero también me devolvió la lucidez y el poder para desapegarme.
Dice Riso que los demás nos acompañan en el camino, pero no los poseemos ni nos poseen. Lo mismo ocurre con los objetos, cumplen su función en una etapa y después hay que dárselos a quien los necesite. Finalmente, la separación es una enseñanza necesaria, nos ayuda a tomar distancia y a replegar nuestra energía para reinventarnos.
Twitter: @luzaenlinea
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