Crítica de Coqueluche: una “comedia como las de antes” salvada por el toque Muscari
Coqueluche, de Roberto Romero. Versión y dirección: José María Muscari. Elenco: Betiana Blum, Mónica Villa, Julieta Poggio, Mario Guerci y Agustín Sullivan. Sala: Multiteatro Comafi, Corrientes 1283. Funciones: de miércoles a domingo. Duración: 85 minutos. Nuestra opinión: buena
Coqueluche, la nueva producción de José María Muscari, es anunciada estratégicamente como “una comedia como las de antes”. Y si bien es cierto vale la pena revisar esa idea. Es una comedia como las de antes en lo que respecta al imaginario que sobrevuela en todo lo que tiene que ver con una búsqueda, un tanto ingenua, de representación del mundo, y que exige de parte del espectador esa misma cuota de ingenuidad que es, ni más ni menos, que un modo de decir “si bien el mundo tiene problemas de solución compleja, calma poder pensar por un rato en soluciones sencillas”.
Desde la trama, en un sentido estricto se impone ese imaginario ya anacrónico: una diva de la escena goza de los servicios sexuales de un joven por el que paga una buena suma de dinero. Vecina ella de un convento -para no ofender a nadie, lleva un nombre claramente ficticio y un vestuario que no representa a ninguna orden- se ve obligada a recibir en su casa -una escenografía magníficamente kitsch- a una joven desamparada que será parte luego del juego de engaños tan característicos de este género tan entretenido como moralista.
El sistema de personajes es profundamente binario y maniqueo y, por lo tanto -desde la ingenuidad de la lectura- funciona bien: el hijo de la diva es un intelectual que viste como alguien del siglo pasado, y que en tanto amante de la lectura, no puede empatizar con modos más livianos de la vida. Viste, habla y se mueve como un extraterrestre. La diva habita un mundo de apariencias que parece muy distinto del convento, pero que no lo es tanto. Y finalmente la pobre huérfana sin estudios que oficia de “bruta” pero de buen corazón se enfrenta al frívolo prostituto cargado de discriminación y xenofobia sin comprenderse por qué esto, que es explícito, no ofende a la diva, que es una buena persona y sin embargo tolera que su amante discrimine de manera feroz al personal que trabaja en su casa.
Toda esta concepción de “mundo que ya no es”, es solapada por la contemporaneidad apabullante de un José María Muscari que logra imponer su estética y su talento. La escena se alza siguiendo los tópicos que este exitoso director viene trabajando desde su aparición en la década del 90. Su relación con una pátina de colores saturados y ambientación kitsch, la presencia de la música pop y la irrupción, sin explicación alguna, de un espíritu festivo, hace que todo eso que envejeció del texto pase a un segundo plano y no le importe a nadie. Él, como director, es el primero en divertirse de todo eso y, al no juzgarlo, lo deja pasar por un costado imponiendo lo lúdico por sobre la estructura dramática. Es en la puesta en escena en donde verdaderamente se ve el rol de un director que combina múltiples capas que van desde una visión política de la sociedad y los géneros, hasta la utilización de lo popular como parte de su entramado, pero que no discrimina tampoco lo mediático a la hora de construir discurso (“te hago una espontanea” dice Poggio en un momento de la escena, celebrado por una platea que comprende el código de Gran Hermano).
Betiana Blum y Mónica Villa se imponen como actrices en sus diferentes roles. Ambas cargan con una historia más que significativa en nuestro universo escénico y verlas jugar y divertirse tanto con sus personajes es otra de las invitaciones a la diversión. Blum puede ampararse en el desarrollo de la trama para construir su personaje, pero Villa tiene el enorme desafío de justificar su presencia con apariciones de índole brechtianas, señalando con carteles la temporalidad de la escena, y llevando adelante además increíbles coreografías paródicas. Agustín Sullivan, ajeno a todo ese universo, puede construir una criatura con cierta soltura ya que al ser el diferente -el intelectual del grupo- habla y se mueve de un modo tan distinto que no tiene que encajar, pero sí habilitar el tránsito hacia un final que solo se sostiene desde la ingenuidad del género. Con el correr de las funciones, seguramente Poggio y Guerci irán pudiendo definir con un poco más de carnadura a personajes que son claramente antinómicos en su ideología y valores pero que ocupan lugares económica y socialmente no valorados. Y es por eso que en los momentos en los que Muscari con habilidad los libera del corsé de lo teatral y los conecta con el erotismo y la seducción de géneros y medios propios del siglo XXI, alcanzan una plenitud que en otros momentos no tienen.