Los ciclos del deseo
En una parte del mundo es verano, hace calor de sandalias y faldas al viento. Del otro, es invierno, hace tanto frío que no queremos asomar la nariz ni para salir a comprar pan. Y en los sitos cercanos al ecuador hay temporada de lluvias o de secas... Viviendo en una ciudad, trabajando a los ritmos de la producción y el mercado, a veces se nos olvida que hace miles de años, nuestra especie formaba parte de los ciclos de la naturaleza; nos movíamos, reaccionábamos, moríamos, cambiábamos de piel y nos reproducíamos con ella. Aún hoy, aunque hayamos construido civilizaciones y megalópolis, la memoria de los ciclos ha permanecido en nuestro cuerpo.
Cuando uno ha tenido una pareja por bastante tiempo, puede darse cuenta de que los cambios que detona el clima en la libido son reales. En primavera y verano, o bien al final de la temporada de secas, el cuerpo se encuentra más dispuesto al placer y la experiencia sexual. En cambio, en invierno o al final de la temporada de lluvias, el cuerpo entra en una especie de letargo. Si bien hemos creado climas artificiales, comida y ropa que nos dan la sensación de una primavera permanente, el cuerpo sabe cuál es su verdadero ritmo.
Los humanos, igual que los animales y las plantas, somos sensibles a la variación de luz y de calor. La ciencia ha comprobado que las depresiones estacionales están relacionadas con la baja en la serotonina durante los periodos de menor radiación solar. La disminución en el deseo se explicaría de la misma manera, porque la luz y el calor también están relacionados a la sensualidad y al deseo.
La palabra deseo tiene su origen en la lengua latina. Existen muchas hipótesis sobre su origen, una de ellas asocia desidera con el momento en el que desaparecen las estrellas del invierno. Esa época es, justamente, la primavera. Hay quienes también asocian el deseo a la carencia, pero yo soy de las que lo asocian a la vitalidad, al exceso que transforma, al renacimiento: salimos de la madriguera invernal, el cuerpo se deshace de la ropa y se muestra la piel, la temperatura aumenta junto con el impulso de salir al encuentro del otro, en el aire flota un aroma de excitación. Cuando uno está conectado con el cuerpo, es más sensible a los estímulos del ambiente. Sin embargo, la vida citadina, donde los tiempos de la productividad mandan, inhibe esta conexión.
El mal de nuestro siglo es el estrés. No sólo afecta el sueño y la alimentación, sino también el estado de ánimo y la cotidianidad de nuestras relaciones. El estrés inhibe el deseo. De ahí que las pausas, los fines de semana largos y las vacaciones jueguen un papel fundamental en nuestros vínculos amorosos. Como una promesa, la llegada de las vacaciones siembra en nosotros una disposición al goce, un disfrute que casi siempre se vive con la pareja. Las tensiones cotidianas se ponen entre paréntesis y la prioridad está en entregarse a la experiencia compartida. Algunas parejas reaniman en las vacaciones la chispa de la sexualidad. Y otras, que por mucho tiempo habían negado los problemas de la convivencia, al pasar tiempo juntos sin preocupaciones de otro tipo, se encuentran de frente con una crisis de pareja.
La realidad nos confronta con la misma fuerza que la naturaleza. Quien no está conectado con sus sensaciones, vive en desventaja permanente, en una especie de resistencia consigo mismo y con los que lo rodean. Las sensaciones nos dan una información muy valiosa que, desafortunadamente, hemos dejado en segundo plano para favorecer a la información que nos da la razón y el deber ser. La clave está en ponerlas a trabajar en conjunto, no en disociarlas. Aunque las costumbres o las presiones nos digan "tener sexo dos veces a la semana reduce los riesgos de muerte", si genuinamente no sentimos deseo, no vale la pena hacerlo "por salud". Y en otro sentido, si el estrés y las obligaciones están ocupando toda nuestra energía al grado de apartarnos de los demás y de nuestras sensaciones, quizás sería momento de crear los espacios para que vuelva a fluir el deseo. O simplemente de dejarse llevar por los ciclos.
A veces intentamos resolver situaciones con la razón y hacemos a un lado al cuerpo. O peor aún, intentamos manipular nuestros ritmos con ideas prestadas, conceptos de estabilidad o normalidad que no hacen sino traer más confusión o más tensión. Pero el cuerpo sabe más de lo que nos atrevemos a admitir con el pensamiento. Negar su lenguaje, sus signos, sus cambios o sus ritmos es tapar el sol con un dedo.
El trabajo, los objetos, incluso las personas van y vienen, pero los ciclos de la naturaleza permanecen. Y nosotros formamos parte de ellos. Nuestro cuerpo ha heredado una sabiduría milenaria que merece ser escuchada. Si dejamos de verlo como una máquina eficiente que debe funcionar a toda costa en un sistema de valores, si seguimos los ciclos del deseo y nos reconectamos con la vida —esa misma vida que fluye en las plantas y los animales—, creo que empezaremos a tener una relación más respetuosa con nosotros mismos y con lo que nos rodea.
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