Opinión: Adiós, abuela Arellano, y gracias por tus 100 años de amor

LOS ANGELES, CA - OCTOBER 03: Paula Cabrera places a flower pin on her mother, Angelita Arellano's coat for her 98th birthday party in East Los Angeles on Saturday, Oct. 3, 2020 in Los Angeles, CA. Angelita has 8 children, 36 great-grandchildren and family and friends came from near and far to celebrate. (Dania Maxwell / Los Angeles Times)

Uno por uno nos presentamos en la casa de nuestra matriarca en el este de Los Ángeles la mañana del 15 de julio. Desinfectante de manos fuera de la puerta, máscaras en el interior. Diez minutos como máximo.

Fuimos a despedirnos.

Dos semanas antes, Angelita Arellano Pérez sufrió un derrame cerebral que la dejó hospitalizada. Ahora, regresó a casa a morir.

La abuela yacía en una cama. Una máquina le bombeaba oxígeno por la nariz. Tenía los ojos cerrados. Le dije lo mucho que la queríamos. Lo orgullosos que estábamos de ella. Que mi padre, su hijo menor, estaba en camino. Lo agradecidos que estábamos por sus 100 años de amor hacia todos. Que su ejemplo de caridad, vida sencilla e inteligencia campirana inspiró a sus ocho hijos, 32 nietos, 70 bisnietos y 21 tataranietos a lo largo de sus vidas.

Se movía mientras yo hablaba, esforzándose por reconocer mi gratitud. Descanse, abuelita, le dije. Descanse.

Cuando Angelita Arellano exhaló su último suspiro, se convirtió en la segunda mujer importante en mi vida que pierdo en cuatro años. La primera fue mi madre, María de la Luz Arellano Miranda, que murió demasiado joven, a los 67 años, víctima de un cáncer de ovario. La segunda fue bendecida con una larga vida.

Mi abuela -y todos los primos casi siempre la llamábamos abuela entre nosotros y no abuelita, por aquello de la asimilación- nació en 1922 en Jomulquillo, a las afueras de la ciudad de Jerez, Zacatecas. Crio a sus hijos y a un nieto cuya madre murió poco después de dar a luz mientras su esposo, José -a quien le decían Pepe- trabajaba en el campo y como bracero en Estados Unidos. Uno a uno, mis tíos, hombres y mujeres, se trasladaron al sur de California, formando parte de la diáspora jerezana que ahora se cuenta por decenas de miles. Ella y Pepe, mi abuelo, se unieron a esta diáspora en 1972.

Aunque los dos volvían con frecuencia a Jomulquillo, Estados Unidos sería su hogar.

A woman with a serious expression holds an infant
Angelita Arellano, de 39 años, en 1961, con su nieto Ramiro Arellano. (The Arellano family)

Trabajó como costurera, niñera y cuidadora de vecinos ancianos mientras sus hijos compraban casas y tenían sus propios hijos. Mi Tía Nacha y su marido, Cuco, convirtieron el garaje de su casa en el este de Los Ángeles, junto al bulevar Whittier, en una mini casa para mis abuelos y construyeron un patio para acomodar al creciente clan Arellano que pasaba por allí casi a diario.

La abuela lo había vivido todo. Era sólo una niña cuando la guerra de los Cristeros, en la que el gobierno mexicano declaró la guerra a los católicos, asoló Zacatecas, y estaba recién casada cuando empezó la Segunda Guerra Mundial. La electricidad y el agua potable no llegaron a Jomulquillo hasta que la abuela tenía más de 50 años.

Para cuando Ronald Reagan llegó a la presidencia de este país, la abuela estaba lista para entrar en el otoño de su vida, feliz y por fin, con pocas cosas de qué preocuparse. Pero la tragedia golpeó en 1985, cuando el abuelo Pepe murió de un ataque al corazón en Jomulquillo con sólo 67 años. Yo tenía 6 años entonces, pero aún recuerdo la agonía que todos sentimos cuando nos reunimos en la sala de la casa de mi Tía Nacha para llorar y planear un viaje de emergencia de regreso al rancho para enterrarlo.

La abuela enviudó a los 63 años, pero nunca estaría sola.

Con el tiempo, ella y mi primo Ramiro se mudaron a una casita en el terreno de mi tía Nacha, donde había vivido mi tío Santos. Desde su pequeña cocina, la abuela nos daba de comer a todos, pero especialmente a los primos más pequeños. Ellos tienen gratos recuerdos de ella dándoles de comer con una cuchara, comida casera zacatecana -frijoles con nopales, pipián, enchiladas, sopa de fideo- mientras les advertía que se lo comieran todo porque si no, los Apóstoles del cuadro que colgaba sobre la mesa del comedor, se decepcionarían.

Angelita Arellano
Angelita Arellano, en el centro, rodeada de algunos de sus nietos en su casa del este de Los Ángeles, en una foto sin fecha de la década de 1980. Gustavo, abajo a la izquierda, pone los ojos en blanco ante la cámara. (The Arellano family)

En los años 90, Angelita Arellano obtuvo la nacionalidad estadounidense. Aún recuerdo lo orgullosos que estábamos todos, y encantados con la confesión que nos hizo: Que la persona que le hizo el examen de ciudadanía le dijo que la dejaría hacer trampa debido a su edad y a su limitado nivel de inglés. La abuela dijo que no, ya que había estudiado mucho como para que de repente la dejaran pasar por lástima.

Eso era típico de la abuela.

Los nietos engendraron bisnietos, los bisnietos engendraron tataranietos, y cocinó para todos nosotros hasta bien entrados los 90, incluso cuando la artritis hizo que sus movimientos fueran más lentos y tuvo que usar un andador. Yo no la visitaba tan a menudo como mis primos de Los Ángeles, pero eso significaba que la veía más o menos una vez al mes, normalmente en las numerosas fiestas de quinceañeras, bodas, cumpleaños, bautizos y graduaciones que organizaban los Arellano.

Cómo le gustaban las fiestas a la abuela. Durante el apogeo de la pandemia resultaba casi imposible, pero mis primas organizaron llamadas de Zoom para el Día de la Madre y un desfile en coche frente a la casa de mi Tía Nacha en 2020, para el cumpleaños 98 de la abuela. Nos saludó desde el porche con una falda color crema y un abrigo deportivo de mujer, una diadema, una banda en la que se leía "Reina del cumpleaños" y una de las sonrisas más brillantes que he visto nunca.

En muchos sentidos, el último año de vida de la abuela fue el más feliz. Lo empezamos con una misa en St. Alphonsus, en el este de Los Ángeles, donde fue una fiel feligresa durante décadas, y después celebramos una gran fiesta en Uptown Whittier, con mariachis y banda y una foto del abuelo Pepe junto al libro de firmas de los invitados.

Poco después, un primo se enteró de que todos los habitantes del distrito que estuvieran cumpliendo cien años tenían derecho a un pergamino escrito a mano por la supervisora del condado de Los Ángeles, Hilda Solís, con motivo de su centenario.

Mi prima hizo una llamada y llenamos el salón de mi Tía Nacha mientras un representante de la supervisora entregaba a la abuela un enorme pergamino decorado con rosas moradas, el color y la flor favoritos de la abuela.

Unos meses más tarde, nos reunimos en casa de mi prima Beatriz, en La Puente, para celebrar el 80 cumpleaños de su padre, Gabriel. Aquella noche hacía un frío que pelaba, y algunos miembros de la familia pensaron que la abuela debía quedarse en casa, pero ella insistió en ir. La abrigamos como a un osito de peluche, y dio las gracias a todos por venir, pero "en primer lugar a Dios, que me dio la licencia de llegar a ver a mi primogénito" llegar a los 80 años. Después, todos bailaron.

La abuela estaba tan llena de vida y optimismo que pensamos que probablemente podría seguir un par de años más, incluso cuando su cuerpo empezaba a fallarle. Pero en primavera sufrió una mala caída que le rompió una placa metálica de la cadera izquierda que tenía tras una caída anterior. Esta vez los médicos no pudieron operarla. Ahora estaba finalmente postrada en cama. Por eso todo el mundo juró silencio sobre el 79 cumpleaños de mi Tío Jesús en el puesto de la Legión Americana en Montebello el fin de semana del Memorial Day - era demasiado arriesgado mover a la abuela.

Aun así, se enteró unas dos horas antes de que empezara la fiesta, y recibió una bienvenida de héroe cuando un coche entró en el estacionamiento y los primos la ayudaron a subir a una silla de ruedas, con un aspecto tan regio como siempre mientras sonaba el tamborazo.

La última vez que pasé una tarde con la abuela fue a principios de julio, cuando recogí a mi padre en una estación de autobuses a su regreso de Jerez. Me di cuenta de que estaba sufriendo, pero la abuela estaba tan agradecida como siempre de vernos. Preguntó por mi sobrino y por la tienda de mi mujer, y nos dio a mi padre y a mí una bendición antes de irnos, como siempre hacía.

Al día siguiente, la abuela sufrió un derrame cerebral. Estuvo en coma unos días, se despertó para decirnos cuánto nos quería a todos y ya no volvió a hablar.

Murió un sábado por la noche, horas después de que yo me despidiera. El forense nos había dado cuatro horas para despedirnos, así que volví corriendo al este de Los Ángeles desde el condado de Orange. Mis tías le habían puesto un camisón rosa, le habían colocado un pañuelo alrededor de la cabeza y cruzado los brazos sobre el pecho, con un rosario y un crucifijo entre las manos.

La agonía que había visto horas antes en el rostro de la abuela había desaparecido.

Cuando llegó el forense, mis primos y yo formamos una fila a cada lado de la acera frente a la casa de mi Tía Nacha, para que nuestros padres y madres pudieran estar a solas con su mami. Caminaron detrás de la camilla que llevaba a la abuela a una ambulancia mientras cantaban dos de sus himnos favoritos: "Adiós, Reina del Cielo" y "La Guadalupana", una canción dedicada a la santa favorita de la abuela, la Virgen de Guadalupe.

Las lágrimas brotaron rápidamente y no pudieron ser detenidas ni siquiera por los aplausos que le dimos a nuestra abuelita mientras la llevaban a nuestro lado. Entonces hablaron dos vecinos. Entre lágrimas, dijeron que teníamos suerte. Su madre había muerto de COVID-19 y no había tenido la oportunidad de despedirse de ella como acabábamos de hacerlo nosotros. Las hermanas proclamaron su amor por Angelita Arellano.

"Ojalá pudiera ser sólo un tercio de la mujer que fue", dijo una de las hermanas. "Celébrenla como la guerrera que fue. No estén tristes. Tengan una reunión de alegría por ella".

Esa era la perspectiva que necesitábamos.

Angelita Arellano holds a microphone and puts her hand in front of her mouth.
Angelita Arellano en una foto sin fecha. (The Arellano family)

Aún quedaban por planificar un funeral, un velatorio y nueve días de rosarios. Pero antes de irnos todos, mi prima Susan nos recordó en espanglish que la abuela quería que nos vistiéramos de morado y blanco. "Como ella decía: 'No quiero que se aparezcan en mi funeral como zopilotes vestidos de negro'. "

Típico de la abuela. Sin duda, la echaremos de menos.

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Este artículo fue publicado por primera vez en Los Angeles Times en Español.