Los errores de crianza que hacen problemática la adolescencia, una edad con muy mala prensa

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Cuando escuchas la palabra “adolescente”, ¿qué es lo primero que sientes?, ¿qué apelativos, imágenes, ideas, surgen en tu mente?

Voy a compartir algunas respuestas que progenitores y adultos suelen manifestar en mis conferencias: “la adolescencia para mí significa la etapa de los dolores de cabeza”; “aborrescencia” (apelativos que nunca faltan); “siento miedo por el consumo de drogas, alcohol…”; “me preocupo por embarazos no deseados y transmisión de enfermedades sexuales”; “problemas con el bajo rendimiento académico, deserción escolar”; “rebeldía, desobediencia, falta de respeto, violencia, irresponsabilidad…” Algunos padres vinculan el origen de la palabra adolescencia con adolescer, como si los adolescentes fueran personas carentes o faltas de algo esencial. Desconocen que el término adolescente se origina del latín adolescere cuyo significado es nutrir, alimentar, hacer crecer.

La adolescencia sin duda es una edad con muy mala prensa. En conjunto la idea que se tiene sobre esta etapa de la vida es la de un tránsito inquietante, problemático, negativo, una especie de enfermedad que se cura con los años. Pero la verdad es que no es así. La adolescencia no es inherentemente problemática, todo lo contrario, es una especie de segundo nacimiento donde los niños transitan hacia la adultez con una explosión de energía vital muy parecida a la de los primeros años de vida. Una etapa potente y llena de oportunidades maravillosas de crecimiento.

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El problema no es la adolescencia en sí misma sino todo lo vivido por el niño o la niña antes de llegar a esta etapa. En la adolescencia se hace visible socialmente el resultado que padres, familia, escuela y sociedad han coproducido durante la infancia. Un resultado que se hace socialmente visible cuando el niño o la niña va cobrando un tamaño y fuerza más parecidos a los del adulto, va despertando su impulso instintivo que lo lleva a oponerse a sus padres o adultos de referencia para autoafirmarse, es decir, que deja de idealizarlos y comienza a verlos de frente, en lugar de abajo para arriba, haciéndose más conscientes de cómo son o han sido realmente sus padres y de lo que siente hacia ellos. Sus reacciones, por tanto, son el fruto de lo que hemos sembrado.

Los modelos autoritarios de crianza, la distancia afectiva, las experiencias habituales de abuso, desamparo, desconexión emocional, imposición sistemática, de quiebre de la voluntad y de las pulsiones vitales durante la infancia, la escuela obsoleta, aburrida, represiva que predomina en nuestro sistema educativo... nada de eso se incluye en el escenario cuando se interpreta el comportamiento adolescente que juzgamos como problemático. No se registra la violencia implicada en nuestra interacción con los niños que fueron esos adolescentes hasta hace pocos días, y que ahora se traduce en sufrimiento, rebeldía, protesta desesperada, búsqueda de la conexión perdida con su ser esencial crónicamente reprimido y desoído por sus adultos significativos desde la temprana infancia. Ahora el adolescente ya tiene tamaño, fuerza, ímpetu, ya los padres ni los maestros pueden doblegarlo con la misma facilidad que cuando era un niño o una niña

Siempre vemos el efecto, la consecuencia, pero perdemos de vista el origen o la causa. Las relaciones e interacciones habituales en todos los espacios, públicos y privados me demuestran cada día con riqueza de ejemplos la manera sistemática en que los adultos ordenan, amenazan, mienten, gritan, no escuchan, desconectan con los niños a su cargo. Luego los niños devienen adolescentes y nos extrañamos de los resultados, como si nada tuviera que ver con lo que hemos creado apenas pocos años, meses, días antes durante la infancia.

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El vínculo afectivo que exige el adolescente

Sin duda la adolescencia es una etapa de cambios y movimientos potentes que exige un vinculo afectivo sólido y un acompañamiento intenso por parte de los adultos de referencia, pero esto no significa que la adolescencia sea problemática o difícil, una edad de temer, ni tampoco equivale a deterioro del vínculo, salvo que ya viniera deteriorado de antemano.

Si hemos criado con abundante amor, democracia, flexibilidad, respeto y no violencia, el adolescente no necesitará rebelarse destructivamente. Los buenos tratos, la erradicación de los golpes, del castigo psicológico, enseña a los hijos a respetar sus propios cuerpos, a no dañarse con consumo de substancias o prácticas violentas.

Un pequeño que ha sido consolado, amado, mirado, abrazado, atendido y complacido sin reparos en todas sus necesidades legítimas, llegado el momento de medir el río por sus propios pies o de regularse con sus pares, estará preparado para hacerse progresivamente independiente y convertirse en guardián de sí mismo. Estará mejor equipado emocionalmente para reconocer la diferencia entre desafíos sanos y riesgos perniciosos. Intuirá o sabrá con más claridad qué quiere y hacia dónde va.

Si hemos causado interferencias, si hemos alejado a nuestro hijo de sí mismo y ahora se siente desorientado o manifiesta conductas riesgosas, no nos queda otra cosa por hacer más que revisar dónde fallamos para desandar el camino, pedir disculpas y estar siempre disponibles para dar amor incondicional, acompañamiento sin juicios, mantener la puerta de entrada a nuestro territorio emocional y el canal de comunicación abiertos cuando ellos decidan entrar, demostrándoles que pueden confiar en nosotros y que queremos resarcir el daño.

Haciéndoles saber que los queremos tal como son, que no necesitamos cambiarles nada para amarlos porque son perfectos y confiamos en ellos. Y recordar siempre que no existe nada más contagioso que el ejemplo.

No podemos exigir o pedir a nuestros hijos, niños o adolescentes que integren valores que nosotros no hemos asumido o no practicamos. No podemos pedir que no consuman substancias para relajarse o desinhibirse si nosotros lo hacemos, no podemos exigir que nos respeten si no les respetamos o no nos respetamos, que confíen en nosotros si no confiamos en ellos. No podemos exigirles que no actúen con violencia si les hemos gritado, pegado, castigado, si no hemos tomado en cuenta sus sentires, deseos, expresiones, si hemos cercenado la posibilidad de tener ideas propias, si hemos reprimido sistemáticamente su derecho a manifestar disconformidad, si impusimos obediencia ciega, si esperamos que nunca nos lleven la contraria.

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