Oppenheimer o el moderno Prometeo: Hollywood vuelve a cuestionarse la caza de brujas y el repudio de sus héroes
“¿Qué sucede con las estrellas cuando mueren?” se pregunta J. Robert Oppenheimer (Cillian Murphy) a poco del inicio la nueva biopic escrita y dirigida por Christopher Nolan, basada en la biografía ganadora del premio Pulitzer Prometeo americano: el triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer de Kai Bird y Martin Sherwin. En ese momento del relato, Oppenheimer es un brillante físico teórico y profesor universitario, interesado tanto en la mecánica cuántica, la física de lo inconcebiblemente pequeño, que estudió en Europa junto a Max Born, como en la relatividad y la astrofísica, las leyes que obedecen los cuerpos estelares y otros objetos inconcebiblemente grandes. Oppenheimer publicó uno de los primeros artículos académicos que describieron la conversión de una estrella en un agujero negro, que es la respuesta a la pregunta citada al comienzo.
La película de Nolan ensaya otro tipo de respuesta más metafórica, ya que se concentra en el momento en que se apaga la estrella de Oppenheimer, quién tras ser canonizado como un héroe nacional en los Estados Unidos por la creación de la bomba atómica, se vuelve un sujeto sospechoso de traición y, luego de una investigación sobre sus vínculos con el partido comunista y una audiencia amañada, resulta despojado de su credibilidad y sus honores por el mismo gobierno que lo encumbró. La película no es tanto la historia de cómo Prometeo roba el fuego a los dioses para dárselo a los humanos como la del castigo que recibe.
Recién en 2022, el Estado norteamericano reconoció que las denuncias contra el físico eran falsas y ofreció un desagravio, gracias a una larga gestión iniciada hace más de una década precisamente por los autores de la biografía en que se basa el film. En un artículo publicado en el New Yorker, Kai Bird explica que, tras recibir negativas de la administración de Obama, solo el gobierno de Biden fue receptivo a su reclamo de anular la decisión de 1954 que canceló el acceso de Oppenheimer a documentos secretos, lo humilló públicamente y lo expuso como un implícito sospechoso de espionaje en favor de la Unión Soviética. Según dice el historiador, aquella resolución quebró su espíritu hasta su muerte, sucedida trece años más tarde, como consecuencia de un cáncer.
Si bien este nuevo film repasa toda la carrera del científico y presenta su clímax en la explosión de la primera bomba atómica en el desierto de Los Alamos, en verdad pone el foco en el proceso que destruyó su vida. Dos títulos, “fisión” y “fusión” (los dos tipos de reacciones en cadena que pueden provocar una explosión nuclear) señalan dos líneas narrativas, que son fácilmente distinguibles porque una está en blanco y negro y la otra, en color. Al ser ésta una película de Nolan, eso es lo primero y lo último que es fácilmente distinguible en el relato. La sección en color contiene al menos dos temporalidades: el “presente”, que sucede ante el tribunal que cuestiona la lealtad de Oppenheimer a su país, y el pasado, todo el trayecto que llevó a la primera detonación nuclear, que es presentado en una serie de flashbacks, no precisamente en orden cronológico. Se puede pensar que está sección representa el punto de vista subjetivo de Oppenheimer (de hecho, Nolan escribió el guion en primera persona). Las partes en blanco y negro, por otro lado, son “objetivas” o, al menos, no son narradas por el físico, y su protagonista es Lewis Strauss (Robert Downey Jr.), el director de la Comisión de Energía Atómica de los Estados Unidos, quien fue a la vez un mentor de Oppenheimer y el artífice de su caída.
En su afán por exponer la manera en que los países o sus gobiernos suelen triturar a sus figuras más significativas, Nolan convierte al llamado “padre de la bomba atómica” a la vez en un héroe y en una víctima. Desde luego, no deja de mencionar los claroscuros de su historia pero lo libera de la culpa por las 220.000 muertes provocadas por las explosiones de Hiroshima y Nagasaki (mencionadas pero no mostradas en el film). En su entrevista con el presidente Truman (Gary Oldman), cuando Oppenheimer expresa que siente que tiene sangre en las manos, el político contesta que “a los japoneses no les preocupa quién creó la bomba atómica sino quién ordenó que la lancen contra ellos”. El físico es presentado como un teórico puro, alguien que produjo un avance científico que la irreductible curiosidad humana haría eventualmente inevitable y que no tiene una responsabilidad real en su aplicación. Desde luego que tal no es la única versión posible de Oppenheimer, ni la única que ofreció el cine.
En 1989, se estrenó Fabricantes de sombras (Fat Man and Little Boy), un largometraje escrito y dirigido por Roland Joffe (La misión) y protagonizado por Paul Newman, John Cusack y Dwight Schultz, que esencialmente narra la misma historia que la película de Nolan, al punto de que algunas escenas aparecen casi duplicadas. Schultz interpreta a Oppenheimer y Newman, al general Leslie Groves (el rol de Matt Damon en el nuevo film), quien ofició de director del Proyecto Manhattan, el nombre que recibió la iniciativa del gobierno para fabricar un arma atómica, donde Oppenheimer fue el científico principal. El rol de Cusack es exclusivo de esta historia porque pertenece a la ficción (aunque está inspirado en un episodio real que sucedió un año después de la guerra): es un joven científico que resulta accidentalmente expuesto a una dosis monumental de radiación y, en consecuencia, sufre una grotesca transformación física y una muerte atroz. Sus momentos finales, con el cuerpo inflamado ya convertido en una gelatina rojiza, quedan superpuestos a la detonación de la bomba en Los Alamos, para que no queden dudas acerca de la postura del film.
Como un producto de la Guerra Fría y de décadas de terror ante una confrontación nuclear entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, Fabricantes de sombras no tiene demasiada paciencia con los constructores de armas atómicas. El personaje de Newman es prácticamente una caricatura: un militar gruñón que exclama “Aleluya” al cielo cada vez que se supera una barrera en la creación de la bomba. El retrato de Oppenheimer es un poco más ambiguo: durante la primera mitad del film, cuando su trabajo consiste en partir un átomo antes que los nazis, es presentado como un adúltero y un manipulador pero también en el lugar favorable del científico que opone su saber al uniformado embrutecido que solo quiere un arma. Pero luego de la rendición de Alemania que, como ambos films -y la historia- señalan, sucede antes de la primera prueba nuclear y hace gratuita la continuación del Proyecto Manhattan, la película abandona toda ambigüedad: a pesar de la presión que le impone Groves y sus argumentos falaces acerca de las víctimas en la persistente guerra contra Japón en el Pacífico, queda claro que Oppenheimer decide avanzar con la creación de un arma nuclear para satisfacer su vanidad.
La película concluye con la detonación de Trinity (el nombre clave que el físico puso a la prueba de Los Alamos, inspirado por un poema de John Donne) y con un primer plano de Oppenheimer aterrado ante su obra porque comprende que dio a la humanidad la herramienta para su propia destrucción. En esta película, el científico no es un héroe y muchos menos una víctima: jamás se menciona su oposición a la proliferación de las armas atómicas posterior a la guerra y todo el ultraje al que fue sometido durante el macartismo es despachado en una línea antes de los títulos finales, en la que apenas se dice que en 1954 le fueron retirados sus privilegios para acceder a secretos de estado. Si bien Fabricantes de sombras es una película fallida y no tolera bien los 34 años que pasaron desde su estreno -sus diálogos no pasan de la exposición cruda, las actuaciones son cuestionables, los personajes, chatos- funciona legítimamente como un retrato de su época, no de la época que representa, sino de cómo se veía durante los años 80, la cumbre del miedo ante una explosión nuclear, el momento de la creación de las armas atómicas.
En la actualidad, tras el fin de la Guerra Fría, tal miedo apocalíptico parece haber sido reemplazado por otros (aunque Putin está haciendo todo lo que puede para reinstalarlo), como el cambio climático o las nuevas pandemias. La película de Nolan muestra un retrato de Oppenheimer moldeado por la sensibilidad de este momento y propone un replanteo de su complejo legado. Cerca del comienzo del film, cuando Strauss intenta convencer al físico de que se sume al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Oppenheimer le pregunta si estudió física. Su futuro enemigo le responde que no, que no estudió “prácticamente ninguna cosa”. Este intercambio revelador indica que el conflicto de este film no debe ser entendido literalmente entre un profesor que coqueteó con el socialismo y un grupo de anticomunistas fanáticos sino entre un representante de la ciencia y un sector caracterizado por su desprecio por los hechos y por su antiintelectualismo.
La película, en definitiva, propone una conversación sobre cómo la sociedad norteamericana trata sus intelectuales públicos en épocas (la de McCarthy y ésta) en las que el valor de mantener una discusión abierta e informada sobre cualquier tema está puesto en duda. Ya sea en la resistencia a las recomendaciones de los científicos durante la pandemia en la presidencia de Trump (durante la que llevar o no un barbijo era equivalente a un distintivo político) o en la supresión de discursos que no condicen con las posturas políticamente correctas, en ambos lados del espectro ideológico existe la caza de brujas. Contrariamente a Fabricantes de sombras, este film le baja el tono a la historia de la creación de la bomba para concentrarse en la persecución a Oppenheimer por manifestar un punto de vista impopular en su momento (detener la proliferación de armas nucleares, evitar la fabricación de una bomba de hidrógeno) porque ése es un signo de nuestro presente. La película de Nolan nos dice que Oppenheimer, el “Prometeo americano”, no fue castigado por robar el fuego de los dioses sino por expresar libremente una opinión.