Aki Kaurismäki: el excéntrico y tierno cineasta que prefiere los perros a los humanos y sostiene que el tango es finlandés
Aki Kaurismäki es sin lugar a dudas uno de los cineastas contemporáneos más destacados no solo de Finlandia, sino de Europa. Director y guionista de más de una veintena de largometrajes, además de otros cuantos cortos y videoclips, este finlandés algo hosco y reacio a las entrevistas, cuyas películas transmiten sin embargo una gran ternura y sensibilidad social, logró construir a lo largo de casi 40 años una obra perfectamente distinguible, con un sello único.
Este jueves llega a los cines argentinos su trabajo más reciente, Hojas de otoño, que luego pasará a la plataforma Mubi, donde se integrará a la retrospectiva “El arte de ser humano: películas de Kaurismäki”, que incluye más de 20 títulos de su filmografía. Protagonizada por los actores finlandeses Alma Pöysti (Ansa) y Jussi Vatanen (Holappa), Hojas de otoño se alzó con el Premio del Jurado en el último Festival de Cannes, del cual el excéntrico cineasta es un invitado asiduo y en cuya alfombra roja ya protagonizó varios episodios de gran histrionismo. Este año, por ejemplo, jugó a esconderse detrás del delegado general del Festival de Cannes, Thierry Frémaux, en el momento de las fotos, mientras que en 2002, cuando presentó allí El hombre sin pasado (que también se alzó con el Gran Premio del Jurado), se deslizó por la ceremoniosa red carpet al ritmo de un muy original twist. El de Cannes no es el único festival que programa sus películas: en 2017 se llevó el Oso de Plata al mejor director en Berlín por El otro lado de la esperanza y en 1990 Contraté un asesino a sueldo compitió por el León de Oro en Venecia.
Como es habitual, en Hojas de otoño el director, nacido el 4 de abril de 1957 en la pequeña ciudad de Orimattila, en el extremo sur de Finlandia –y a quien no hay que confundir con su hermano Mika, quien también es cineasta-, vuelve a posar su mirada sobre la clase trabajadora. En esta oportunidad para contar la tan simpática como melodramática historia de amor entre una repositora de supermercado y un obrero industrial que se conocen en una noche de karaoke. Que aquel primer encuentro se produzca en un bar, en medio de paisanos que toman y fuman, y en los cuales casi siempre hay rocolas y alguna banda que toca rock, blues o polcas en vivo, no es casualidad. Quizá ningún otro director le haya concedido tanta importancia a los bares y cafés en su filmografía como este imponente finlandés de 1,95 metros, dueño él mismo de varios lugares para tomar unas copas en Helsinki. En Hojas de otoño hay un café que se llama “Buenos Aires”, todo un guiño a una de las capitales mundiales del tango, música de la que, al igual que muchos de sus compatriotas, Kaurismäki es devoto. Y no solo del llamado “tango finlandés”, muy popular en su país, sino también del rioplatense. Varias de sus películas incluyen temas de Carlos Gardel. Luces al atardecer (2006), por ejemplo, empezaba con su versión de “Volver”, mientras que en Hojas de otoño se escucha al Zorzal criollo entonando “Arrabal amargo”.
Sin embargo, como en toda comedia romántica, en Hojas de otoño las cosas se complican rápidamente: hay un gran desencuentro que dificulta las cosas y luego, claro está, la vida misma, que golpea a estas dos almas solitarias sin demasiada piedad. En poco tiempo, los dos pierden el trabajo: Ansa por llevarse a escondidas a casa un producto vencido de las góndolas que, de todas formas, iba a terminar en el fondo de un contenedor de basura, y Holappa por tratar de aliviar el tedio de su monótona rutina echando mano de su petaca en horario laboral. Todo parece conspirar contra ellos: sus miedos, sus inhibiciones, su soledad, los empleos precarios que van consiguiendo y la pobreza en la que transcurre el resto de cada uno de sus días cuando llegan a casa (es especialmente conmovedora la escena en la que Ansa se prepara para recibir a Holappa en su pequeño monoambiente y sale a comprar otro plato cuando se da cuenta de que tiene uno solo).
El mundo que los rodea, incluso más allá de Finlandia, tampoco parece estar en equilibrio. Cada vez que llega a casa, Ansa prende una pequeña radio portátil que, lejos de traerle algún alivio, transmite los partes noticiosos sobre la guerra en Ucrania. Se trata de un recurso frecuente en Kaurismäki: la radio y la televisión son en su cine la puerta de entrada de ese enorme mundo exterior a la insegura vida de sus personajes. Un mundo del que les llegan noticias desalentadoras que probablemente impacten de algún modo en sus destinos modestos, pero sobre el cual no tienen ninguna incidencia. Finalmente, Ansa encontrará consuelo en un perrito callejero al que llamará Chaplin y que parece dotado de una mayor capacidad de empatía que muchas de las personas que la rodean. Un nombre que representa un homenaje directo de Kaurismäki al cineasta que convirtió a un desposeído, el simpático vagabundo Charlot, en una estrella mundial.
Los perros callejeros son también un elemento frecuente en las películas de este director y suelen encarnar personajes caninos entrañables. Cómo olvidar sino a Hannibal, el cuzco del policía de Le Havre (2011), al que su dueño le hacía fama de asesino pero que era mimoso, solícito y, además, hembra. Kaurismäki ama a los perros y cree más en ellos que en la humanidad. En una entrevista con el diario digital español The Objective en 2018, que puede verse en YouTube, el cineasta afirmó que el capitalismo es un crimen y que la humanidad es “un error en la teoría de Darwin”. También confesó que no es religioso, pero que cree en su perra. “Su supone que te tiene que gustar la humanidad porque sos parte de ella, pero yo prefiero a los perros. Son honestos y no mienten”, afirmó en otra oportunidad.
El universo de Kaurismäki está poblado de trabajadores (obreras de línea, metalúrgicos, mineros, lustrabotas, serenos), descastados y perdedores de todo tipo, como el inmigrante sirio que se las rebusca en las calles de Helsinki en El otro lado de la esperanza (2017) o el oficinista gris de Contraté a un asesino a sueldo (1990) que, como no encuentra el valor para suicidarse cuando lo despiden, contrata a un sicario para que lo mate sin adivinar que está por enamorarse de una florista y que, quizá, ya no desee morir. Sin embargo, ver Hojas de otoño o cualquiera de sus películas no deja de ser nunca una experiencia placentera, más allá de lo melodramático de sus premisas. Porque el realismo de Kaurismäki nunca es miserable y, de algún modo, el director siempre permite respirar al espectador a través del humor y la ternura, abriendo una rendija a la esperanza. Alguna vez, él mismo confesó que muchas veces piensa en ponerle un final triste a sus películas, pero luego siente pena por sus personajes y les regala un final feliz. Hojas de otoño no es la excepción.
Pero hay otra cosa que vuelve el cine de Kaurismäki tan distinguible. Sus películas tienen una artificialidad que le permite al espectador tomar cierta distancia con lo que está viendo, pero sin impedir que se conmueva. La fórmula es siempre más o menos la misma. Personajes lacónicos, que recitan sus diálogos de forma casi mecánica, con una impavidez similar a la de quien está a punto de perder la cordura y con ello, el pudor (muy a lo Buster Keaton); inmersos en una atmósfera de irrealidad basada en una escenografía despojada y una paleta de colores planos, algo saturados, con un fuerte contraste de luces y sombras. No por nada, muchas veces su estética fue comparada con la del pintor estadounidense Edward Hopper, con quien comparte también la pasión por los personajes solitarios. Gran parte de este arte es obra de su director de fotografía, Timo Salminen, con quien Kaurismäki trabaja desde los inicios de su carrera.
Admirador de cineastas como los franceses Jean-Pierre Melville y Robert Bresson, Kaurismäki rueda en 35 milímetros y se niega a filmar en digital. “Soy un cineasta, no un hacedor de píxeles”, dijo en alguna oportunidad. También se le atribuye haber asegurado que dirigió la mitad de sus películas sobrio y la otra mitad ebrio, parte de la leyenda que supo construir a su alrededor. Desafiante y provocador en sus declaraciones, su relación con el Hollywood actual es más bien tirante. Si bien su película El hombre sin pasado de 2002 es la única finlandesa que llegó a estar nominada a un Oscar, el cineasta no asistió a la ceremonia en Los Angeles en ese entonces en protesta por la participación de Estados Unidos en la Guerra de Irak. Otras dos películas suyas –Nubes pasajeras (1996) y Luces al atardecer (2006)- fueron precandidatas, pero Kaurismäki se negó a apoyar la candidatura. Decidió poner fin a su boicot personal en 2011, cuando el demócrata Barack Obama gobernaba los Estados Unidos. En ese entonces El Havre fue precandidata, pero no consiguió la nominación.
Su amor por el Hollywood clásico, en cambio, es indiscutible. En sus películas hay varias pruebas de este amor, desde la inclusión de los claroscuros y sombras del cine noir hasta referencias más explícitas, como los pósters de Humphrey Bogart y Lauren Bacall que se ven a la salida del cine al que va Iris, la protagonista de La chica de la fábrica de fósforos (1990). Cuando la colección de cine Criterion le pidió en 2011 hacer un top ten con sus películas preferidas del catálogo, incluyó en la lista títulos como Escrito sobre el viento, de Douglas Sirk (1956); La noche del cazador, de Charles Laughton (1955) y Cadenas de roca, de Billy Wilder (1951), no sin antes refunfuñar por la “tortura” que implicaba hacer una lista así. Para los próximos premios de la Academia de Hollywood, Finlandia intentará colarse de nuevo en las nominaciones con Hojas de otoño. ¿Será esta la vencida?
En la ya citada entrevista con The Objective, Kaurismäki explicó que con sus películas trata de “hacer reír y por otro lado mostrar que las cosas no van tan bien como deberían”. A Kaurismäki le duele el mundo y esto se nota en su cine, pero es lo suficientemente magnánimo como para no pretender que los demás se hundan con él en su melancolía. “El cine, en el mejor de los casos, puede aliviar o, de alguna manera, dar consuelo, como solía hacer la iglesia católica en los viejos tiempos. Si tenés sensibilidad para el arte, puede aliviarte”, señaló.
Hace varios años, Kaurismäki, creó un pequeño revuelo al afirmar que el tango había llegado a la Argentina de la mano de un puñado de marineros finlandeses y que era, por lo tanto, motivo de orgullo nacional nórdico. Una hipótesis difícil de comprobar. Lo que sí es posible afirmar es que, a través de su cine, logró difundir entre sus seguidores en todo el mundo –incluidos los rioplatenses- una imagen de Finlandia que dista bastante de la idílica fantasía escandinava poblada de nieve, renos, trineos, arenques y bienestar que suele asociarse al país europeo. Quizá sea esa desesperanza melancólica, a la que no queda más remedio que combatir con un poco de humor, la que supo asegurarle a Kaurismäki varios devotos por estas latitudes.
Las películas imprescindibles del cineasta
En total, la plataforma Mubi subirá más de 20 películas del cineasta finlandés como parte de su retrospectiva. Aquí, tres títulos recomendados entre los ya disponibles.
La chica de la fábrica de fósforos (1990): Protagonizada por su actriz fetiche durante décadas, Kati Outinen, esta película forma parte de la llamada “trilogía proletaria” de Kaurismäki, integrada también por Sombras en el paraíso (1986) y Ariel (1988), y es uno de los títulos por los que su nombre comenzó a sonar con fuerza en el mundo del cine. Quizá una de las películas más desesperanzadoras y oscuras del director, cuenta la historia de la dulce y tímida Iris, una joven operaria de una fábrica de fósforos condenada a servir a su madre y a su padrastro (Elina Salo y Esko Nikkari, otros dos habitués de su cine) como si fuera su sirvienta y no su hija. Como la mayoría de los personajes del finlandés, Iris busca consuelo en el amor y cree, erróneamente, haberlo encontrado en un frío hombre de negocios que conoce en un bar-discoteca (Vesa Vierikko). Sin embargo, al igual que sus padres, este la trata con una crueldad extrema convirtiendo a esta introvertida jovencita, que lee novelas en el autobús cuando regresa del trabajo, en una vengadora implacable.
El hombre sin pasado (2002): Un obrero metalúrgico (Markku Peltola) recibe una brutal golpiza por parte de una pandilla y pierde la memoria. Logra salvarse gracias a la solidaridad de una familia pobrísima que malvive en unos contenedores cerca del puerto y que, sin embargo, lo ayuda con lo poco que tiene para que pueda recomponerse (y no solo ellos: cuando lo ve meter un saquito de té usado en su taza de agua caliente, una empleada del café en el que se encuentra le regala un almuerzo). El hombre sale a buscar trabajo pero, al no recordar su nombre, la cosa se le complica. En el marco de esa búsqueda conoce a Irma (de nuevo Kati Outinen), una voluntaria del Ejército de Salvación de la que se termina enamorando. A pesar del desolador paisaje en el que transcurre, hay mucho humor en esta película (comenzando por el absurdo de que, como viste ropa del Ejército de Salvación, el desmemoriado que apenas tiene para comer se mueve en ámbitos de pobreza extrema de camisa, saco y corbata). También hay bares, rocolas y números musicales a cargo de la banda de la organización de beneficencia. Un Kaurismäki en toda regla.
El Havre (2011): Si bien suele filmar en Finlandia, algunas de las películas de Kaurismäki transcurren en otros países, como Portugal (el corto Tavern Man) o esta, ambientada en Francia y hablada en francés. Kaurismäki ubica a sus personajes en el puerto de El Havre, no muy lejos de Calais, la ciudad que une la Europa continental con Gran Bretaña. Protagonizada por el francés André Wilms (con el que ya había trabajado en películas como Juha y La vida bohemia), el finlandés abordó con esta película el drama de los inmigrantes que llegan al Viejo Continente en busca de un futuro mejor, tema que retomó en 2017 con El otro lado de la esperanza. Wilms interpreta al lustrabotas Marcel Marx, cuyo destino se cruza de casualidad con el de un adolescente de Gabón, Idrissa (Blondin Miguel) llegado a El Havre escondido en un contenedor y que busca reunirse con su madre en Londres. Marcel hará lo posible por ayudarlo, para lo que contará con la colaboración y complicidad de sus vecinos, desde el verdulero hasta la panadera del barrio, y con un aliado inesperado que se revelará al final. Le Havre no es condescendiente y muestra una realidad desgarradora, pero también hay en ella una fuerte cuota de esperanza a través de la red solidaria que teje Marcel. Por si fuera poco, El Havre incluye un número musical de la leyenda del rock francés Roberto Piazza (Little Bob) y breves participaciones de los actores franceses Pierre Etáix y Jean-Pierre Léaud como un pérfido delator.