En Magic Mike: el último baile, Steven Soderbergh pisa el palito y entrega un film con aire de fábula que no se corresponde a su época
Magic Mike: El último baile (Magic Mike’s Last Dance, Estados Unidos/2023). Dirección: Steven Soderbergh. Guion: Reid Carolin. Fotografía: Steven Soderbergh. Edición: Steven Soderbergh. Elenco: Channing Tatum, Salma Hayek, Gavin Spokes, Caitlin Gerard, Ayub Khan-Din, Alan Cox, Joe Manganiello, Matt Bomer, Kevin Nash, Adam Dominguez. Disponible en: HBO Max. Duración: 112 minutos. Nuestra opinión: regular.
En esta tercera -y en apariencia última- entrega de las andanzas de Mike Lane (Channing Tatum), el bailarín de clubes nudistas que soñaba en la primera parte de esta saga abrir su negocio de muebles, Steven Soderbergh vuelve a estar detrás de cámaras, luego de que en el segundo film de la saga -Magic Mike XXL, de 2015-, resignara ese lugar en favor de Gregory Jacobs.
Soderberg es ese mismo que ganara la Palma de Oro de Cannes por Sexo, Mentiras y Video y el Oscar por Traffic, con una filmografía que va desde el cine de búsqueda autoral (Kafka) a la denuncia social (Erin Brockovich), pasando por un variopinto universo de títulos como la remake de Solaris a la exitosa La gran estafa o a la construcción de un Che Guevara con el perfil de Benicio del Toro (Che: el argentino y Che: guerrilla). Un estilo que lo ha ubicado también como su propio director de fotografía y que, en muchas ocasiones, ha buscado una contundencia visual y narrativa. Eso mismo tiene Magic Mike: el último baile en sus primeros minutos: una marquesina va mostrando sus contornos en el agua que hay en el pavimento, mientras una voz en off señala que “el impulso de bailar existió mucho antes de que los primates se convirtieran en humanos; los biólogos evolucionistas plantean que, con la danza, los humanos promovían la cooperación social esencial para la supervivencia...”. Luego, la cámara salta al perfil de Mike, que no pudo sostener su pequeña fábrica de muebles en Miami como consecuencia de la pandemia y, de cara al mar, se encuentra como un barco a la deriva que sobrevive como ocasional barman.
En ese planteo inicial se sostiene el temple autoral que hizo famoso a Soderbergh en su manejo de cámara, para luego olvidarse casi de su existencia en las restantes casi dos horas en las que Mike Lane conoce a la multimillonaria Maxandra Mendoza (Salma Hayek Pinault), que busca un poco de distracción en medio de un divorcio ajetreado. Luego del baile erótico que Mike conoce al dedillo, ella le propone llevárselo consigo a Londres para un plan que el musculoso desconoce, pero que se irá develando casi al aterrizar.
Y aquí comienza un planteo que irá por todos los lugares comunes posibles, a veces con simpática ingenuidad y en otras con tedioso desencanto. Magic Mike: el último baile se desarrolla como una historia de redención que, en esa línea romántica, resigna toda la inteligencia de la original en su descripción de los abismos que planteaba la sórdida búsqueda del éxito sin cavilaciones, por un efectista -aunque no del todo efectivo- cuento de hadas tamizado de cuerpos musculosos para un cine de mujeres que, a través del tiempo y de los cambios de paradigmas, también evidencia su envejecimiento. Solo así se sostiene una historia con aires de años ‘90 con el muchacho lindo y esperanzado en el porvenir que conoce a la multimillonaria que lo convierte en un jerarquizado sex toy y que desea cambiar su destino, pero también quiere darle una caprichosa lección a su marido y, por añadidura, a la moral victoriana inglesa que tampoco ve con buenos ojos que el teatro histórico sea reemplazado por un show de strippers.
Perfiles esperables como la “nueva rica” de Mendoza, que tiene billetera pero nada de linaje y cultura, y cría una hija adolescente llamada Zadie (Jemelia George), que busca convertirse en escritora; un esposo multimillonario -Roger Rattigan (Alan Cox)-, que se encuentra justificado en la furia merced a un engaño; y un protagonista que perdió su lugar en una trama que perdió el rumbo pero que conserva el alto nivel de la devenida empresaria por todos los perfiles selectos de Londres, incluido un paseo por las grandes tiendas Liberty en una mirada del director que no se priva de los motivos más representativos para el gran turismo, souvenirs de bajo costo incluidos.
Así se suceden castings de bailarines que llevan varios minutos de rodaje y otro tanto en la puesta del espectáculo que insume todo el tramo final. El erotismo que supo manejar Soderbergh en buena parte de su carrera se diluye en escenas hábilmente fotografiadas (si hay un lugar donde su talento se hace presente es en la escena del autobus, en la que los bailarines del futuro espectáculo siguen los pasos de la responsable de aprobar una revisión del inmueble donde se hará el show con aires de censura), que es casi lo mejor de una película que busca la esteticidad contemplativa, como en la segunda entrega, pero mezclada con cierto tono social de la primera. Pero todo es puesta de cámara y montaje frente a una historia con una narración con aires de fábula sin atractivo para una película que devuelve brisas de pasatiempo para ser vista en una reunión de amigas un tanto fuera de época.