The Crown: Adiós a la Diana santa y mártir; sale por fin la cara oculta de la princesa
La cuarta temporada de The Crown, la serie de Netflix que muestra en escenarios imaginarios episodios de la vida de Isabel II de Inglaterra desde su boda con el duque de Edimburgo, había sido esperada con curiosidad ya que en los nuevos capítulos aparecería el que, aún ahora, es el personaje más famoso y comentado de la familia real británica: Lady Diana Spencer, Princesa de Gales.
Alrededor de la primera esposa del Príncipe Carlos se ha tejido una leyenda, desde que apareció por primera vez oficialmente en público, como la joven y bonita prometida del heredero aparente al trono, en febrero de 1981, pasando por su boda en julio de ese año, y llegando a su escandalosa separación y su trágica muerte, en 1997. Así, Diana ha adquirido un aura casi de santa, apartándola en la opinión popular de su naturaleza humana y de las circunstancias que la llevaron a convertirse en una figura tan influyente.
Peter Morgan, el creador y escritor de la serie (también guionista de la película The Queen, que transcurre en una versión ficticia de los días posteriores a la muerte de Diana en París, vistos a través de los ojos de su exsuegra, interpretada en cine por Helen Mirren que ganó un Oscar por su interpretación), hace en esta temporada algo que ya había hecho en ocasiones anteriores: despojar a la figura histórica de su imagen remota o glamorosa, según fuera el caso – como se vio en otras temporadas con sus retratos de la princesa Margarita (Helena Bonham-Carter) y la princesa Ana (Erin Doherty)- para mostrarlas con un aspecto que, si bien es ficción, contribuye a devolverles su humanidad.
Interpretada por la joven Emma Corrin (y en las próximas temporadas por la australiana Elizabeth Debicki), Diana Frances Spencer es presentada, por primera vez, sin esa pátina del favor popular que la había cubierto en todas sus representaciones mediáticas desde 1992, cuando se hizo pública la ruptura de su matrimonio “de cuento de hadas” y por primera vez se hizo pública la identidad de Camilla Parker-Bowles como la tercera en discordia en su matrimonio con Carlos.
Desde ese momento, y más a partir de su muerte, Diana se convirtió literalmente en una mártir de la cultura pop. El que Carlos y Camilla se casaran en 2005 – un matrimonio que ha durado muchos años más de lo que duró toda la relación de los príncipes de Gales – solo ayudó a reforzar esta imagen. Incluso en la fallida cinta Diana, que protagonizó Naomi Watts, tendía a mostrarla como una víctima que había encontrado en su liberación, su manera de conectar con el mundo y ser una santa, una princesa del pueblo, algo que su firma de relaciones públicas se encargó de fomentar, tanto en vida, como después de su muerte en el accidente automovilístico en Puente del Alma, acompañada de Dodi Al Fayed, que (se especulaba) podía haber sido su amante, o no.
Tras realizar una investigación desde hace años (cuando se escribió The Queen), Morgan concede a Diana un rol muy específico en esta cuarta temporada de la soap opera sobre la realeza británica: es el elemento que altera la ecuación que la corona exige sobre sus representantes: a fines de 1980, es la joven que, de manera irresponsable – después de todo, apenas tiene 19 años y siendo la penúltima de una familia aristocrática pero fragmentada e indiferente, su experiencia en el mundo es prácticamente nula – se embarca en una relación semiplatónica con Carlos, que es 13 años mayor que ella, y que está, desde una década atrás, en una relación clandestina con otra persona; relación de la que todos están al tanto (incluso ella misma, ojo) en algún nivel.
Diana, joven, sana, bonita, narcisista (algo que se hace evidente en su constante mirarse al espejo y hacer hasta lo imposible para ser la protagonista de todas las situaciones en las que se encuentra) y sobre todo, obediente y no muy culta, es la candidata que Carlos presenta a sus padres como la posible futura madre de un posible rey. Mientras Isabel tiene reservas – Ella se casó por amor, al final de cuentas, haciendo que la corona se mostrase flexible para recibir a Felipe de Grecia, que francamente no era nadie en 1947, cuando se convirtió en consorte real, y en esto todos los historiadores coinciden – pero tanto la reina madre, como su dama de compañía Lady Sylvia Fermoy (abuela materna de Diana y vieja reseca de la old school a más no poder) se ceban con la idea.
La princesa Ana es la única que francamente previene a todos del error que es tomar a una persona tan vulnerable y volátil para un rol tan difícil en el protocolo como en la vida pública, pero el artífice que da su sello a la posible novia oficial, es el duque de Edimburgo, que ve en ella la clase de hija que le gusta (de hecho, en esta temporada confirma lo que se vio desde la pasada: su favorita entre los cuatro retoños que tiene, es Ana) y sella el destino de la muchacha en su primer fin de semana en Balmoral.
Esto se ve en en una excelente secuencia que en cierta forma recuerda el clímax del clásico Rosemary’s Baby de Roman Polanski: el personaje interpretado por una muy joven Mia Farrow se encuentra ante el clan de adoradores de Satanás que la reciben entre ellos después de tener al hijo del diablo: aquí toda la familia real, un clan cerrado donde los haya, no se engañen, sale del castillo y se acerca a recibir a la virginal pretendiente que viene coronada con el asta del ciervo imperial que ella misma ayudó a cazar (esta secuencia es completamente ficticia, pero Peter Morgan la construye muy bien para ejemplificar lo que desea narrar y es uno de los momentos más memorables de la serie hasta ahora).
Emma Corrin, una actriz prácticamente desconocida, es la Diana ideal en su interpretación: es la joven que no tiene sentido del estilo, con un peinado pajoso (que, como con la Diana verdadera, no opacaba su encanto de colegiala) y que gusta de escuchar a bandas de moda en esa época como Queen, Duran Duran o Eurythmics, con la voz de Annie Lennox en el coro de “Love is a stranger”, que dice “And I want you/And I want you/And I want you so it’s an obsession”, muy acertadamente.
Diana se humaniza al mostrarse como una persona vulnerable, pero también completamente voluntariosa, como lo es la gente ordinaria. En una temporada de The Crown en la que por primera vez se habla abiertamente de la salud mental – aunque es la princesa Margarita la que recurre, escéptica, al psicoanálisis –, Morgan explora los problemas emocionales de Diana, en crudo: Narcisista, insegura, obsesiva, irresponsable, impulsiva, con un arraigado problema de bulimia (las escenas en que se provoca vómito después de atascarse de comida, aún incluso antes de casarse, puntualizan el desarrollo del personaje y son una extraña ventana a su paso a la madurez, cuando ya está harta, varios años después del casamiento). Son temas que, después de su muerte, han salido a la luz: Diana creció la tercer hija de un matrimonio infeliz; el vizconde Althorp y Frances Shand-Kydd no fueron buenos padres, y sus hermanas mayores, Sarah y Jane, se desentendieron de los pequeños, Diana y Charles (ahijado a su vez, irónicamente, de Isabel II herself), que crecieron en escuelas como internos y sin mayor atención por parte de nadie.
Miss Corrin es un acierto en su actuación; su Diana es lo mismo encantadora que insufrible, conmovedora en su única escena a solas con su suegra; el desgarrador abrazo en el que trata de aferrarse a la soberana como tabla de salvación (Olivia Colman es un prodigio, al mostrar la no-reacción y el pánico apenas contenido de Isabel) y también deliciosa en las escenas en las que trata de captar la atención de un cada vez más mezquino, remoto y pedante Carlos (Josh O’Connor, excelente).
Morgan no se toca el corazón para mostrarla en sus claroscuros; una venadita aterrada cuando comparte el almuerzo de manera muy incómoda con Camilla (Emerald Fennell) y una arpía volátil cuando va adquiriendo el oficio de ser la mujer más famosa del mundo, aprendiendo a usarlo en propio beneficio, mientras aprovecha la caridad como ejercicio de imagen y poder, algo que la princesa Ana señala a su madre con brutal honestidad. La caridad que Diana hace funciona no porque sea genuina, sino porque ella es bonita y conoce el efecto de esto en el público general. Así poco a poco comienza a opacar a Carlos, que, acomplejado desde siempre por su propia posición, encuentra para su horror que la mujer que eligió para ser madre de sus hijos, puede ser más relevante en la historia que él.
La temporada llega a su punto más álgido, cuando Isabel II pone en la mesa la posibilidad de disolver la unión de algún modo si no son felices, y es Diana, impulsiva, imprudente y egoísta, quien abruptamente exclama que es ella quien quiere hacer funcionar el matrimonio a cualquier costo (para desconcierto y rabieta del igualmente egoísta y reprimido Carlos); esto es lo que llevará el camino a una situación insostenible que se explorará en las próximas temporadas, ya con Elizabeth Debicki (la vieron en Tenet y en El Gran Gatsby, con DiCaprio) e Imelda Staunton como la nuera y la suegra que encaran un choque brutal entre tradición y medios, pagando ambas un precio muy alto por ello.
The Crown sigue siendo una telenovela de lujo (o un lujo de telenovela, como se le quiera ver), que con un marco de ficción glamorosa, presenta en una luz muy real, con sus inseguridades, miedos y amarguras. Al mostrar a una Diana mucho más aterrizada en la realidad, no como víctima manipulada, sino como voluntaria obsesionada que entra al juego de manera voluntariosa, y luego voluble, pero sin ser engañada, se rompe esa imagen que se había cultivado tanto desde 1997 y que ha generado mucho enojo entre los admiradores de la difunta Princesa del Pueblo (un apodo que, por cierto, fue inventado por Alastair Campbell, el entonces jefe de redacción de la oficina de Tony Blair, en el momento de su muerte), pero también ha servido para darle algo que le había sido arrebatado por su propia leyenda: su dignidad humana como una persona que cometía errores, en el camino a ser una mujer adulta, algo que no pudo llegar a ser del todo.
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